Artículo: "Clásicos ilustrados"
Con los tatuajes no hay marcha atrás. Y es así porque modifican el cuerpo y la mente. Incluso el destino. Después de ellos, todo cambia. Ejemplos hay muchos. El acto de marcar la propia piel, tener una cicatriz de manera voluntaria, implica un grado de compromiso y obsesión que no todos poseen.
Las cicatrices son para siempre; por muy lindas que éstas sean, o por mucho que se escondan, no hay manera de negarlas, de disimularlas. Se puede intentar. Sólo eso. En cualquier momento la verdad, en forma de dibujo o letras, saldrá a flote, porque están en la piel, en la superficie. El tatuado, entonces, será lienzo, libro, misterio por descifrar o revelación. El no tatuado, por su parte; el que observa, si no lo toma con indiferencia lo verá con calma y fascinación. Curiosidad, aversión, censura, e incluso horror, pasarán por su mente al momento de la lectura. Y es que finalmente los tatuajes son signos, señales, significado de algo más allá de la piel, de algo que se lleva por dentro y que puede ir desde la creencia —religiosa o política—, la maldición, una historia por contar, o la clave de algo que es un misterio.
Tal es el caso de la siguiente frase, impresionante sentencia: “He nacido para revolucionar el infierno”, de la novela Tatuaje. Alguien la lleva escrita en la espalda, y no pasaría de ser un tatuaje más, si no fuera porque el dueño es un hombre que si bien en el pasado tuvo suerte con las chicas, irrumpe en la historia con dos características desfavorables. La primera: tiene el rostro devorado por los peces. La segunda: el infeliz es encontrado en la playa, muerto. Para descifrar la identidad del cadáver (y de paso, el origen y significado de la frase infernal), un buen samaritano contrata al sibarita y ex agente de la cia, Pepe Carvalho, mutado en detective privado. Éste entra en acción y recorre la Barcelona sucia, barriobajera e infame que su autor, Manuel Vázquez Montalbán, retrata con tanto éxito. La pesquisa llega hasta Ámsterdam, y se da, entre otros gremios, con los misteriosos tatuadores de la época. Gente encantadora, como en todas las policiacas.
El segundo ejemplo también es un hombre, pero él sí tiene rostro. De hecho, lo tiene cubierto de tinta, de una manera que lo describe como lo que es: un salvaje. Se trata del arponero caníbal del Pequod, de ese sobreviviente de mil aventuras, con laberintos y marcas tribales e ilegibles en la piel: Queequeg. Él, junto con otro aventurero —que supuestamente se llama Ismael—, recorre los mares siendo testigo de la cruzada de su capitán, quien pretende darle muerte a ese ser fantástico, blanco y terrible, la ballena Moby Dick. Si bien Moby Dick, de Herman Melville, da cuenta de la locura de Ahab, es también un mosaico de personajes extraños, trastornados, marginales; cada uno con costumbres incomprensibles para los “civilizados”, donde Queequeg es uno de los más importantes, siendo su rasgo más característico esa personalidad que contrasta (y no) con su piel llena de signos por descifrar.
No puede faltar, en este repaso, la marca como signo de pertenencia o ideología, como prueba y compromiso ante un credo político, o un pasado militante. Hoy día, miles de personas se hacen tatuar el famoso símbolo de “la flor de lis”, algunas sin considerar que portarlo en la piel podía significar un estigma de descredito y aversión. Incluso podía conducir a la muerte, como en el caso de la infame Milady de Winter, Santa Patrona de las femme fatale de la literatura, cuya malevolencia es una de las partes más atractivas de la gran novela folletinesca que es Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas y que posiblemente inspiró a muchas de las villanas de la literatura noir. Ella expone su pasado criminal y su identidad como espía del Cardenal Richelieu, cuando su delicado hombro es descubierto y queda a la vista aquella flor heráldica con la que eran marcados los condenados a muerte. Condena de la que ella había sobrevivido, por cierto, usando sus encantos, que no eran pocos, como bien lo sabía el noble Athos y como bien puede saberlo cualquiera que se aventure a la lectura de Dumas. De quien por cierto se rumora un pacto con el Diablo.
No sólo las novelas abundan en este tema. Los relatos breves también han explorado a los personajes con la piel como lienzo. Uno de ellos, quizá el más misterioso y fantástico es El hombre Ilustrado, de Ray Bradbury. En este libro, un extraño vagabundo tiene el cuerpo cubierto de tatuajes que van más allá de ser un adorno en la piel, que incluso podrían considerarse hiperrealistas. Tales trabajos de la aguja fueron hechos por una mujer que practica las ciencias ocultas y viaja por el tiempo, razón por la que sabe lo que va a suceder en el futuro. Estos tatuajes, eventualmente, cobran vida para contar una historia.
A veces con tintes de advertencia.
Así, el hombre “ilustrado” es una especie de Sherezada, una muñeca rusa que guarda dentro de sí dieciocho cuentos proféticos. Curiosamente, la mayor parte de ellos ya se habían publicado antes y pertenecen a episodios autónomos y autoconclusivos (algunos son clásicos en la obra de Ray Bradbury). En esta antología vemos desfilar a animales, flores, astronautas, viajes en el espacio, cohetes y extraterrestres. Todos, con el estilo inigualable de ese gran escritor que es Bradbury, y que es muy difícil no tener tatuado en la memoria, junto con Melville, Vázquez Montalbán y Dumas. De este último, yo tengo una frase en el brazo izquierdo, pero ésa es otra historia.
Por Rogelio Flores
MasCultura 20-may-16