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Lapidario: Una charla con Leila Slimani

Lapidario: Una charla con Leila Slimani
24 de enero de 2020
Fabián V. Escalante

Leila Slimani nació en Marruecos y radica en Francia, un lugar que le ofrece las experiencias que le permiten expresar nítidamente su postura. A pesar de esto, Leila vive en un mundo tan híbrido como su literatura. Conversar con ella es perderse, andar a caballo entre las culturas. Por eso, más que preguntar conviene oír y anotar fragmentos y líneas que se transforman en un lapidario, en el sitio donde se encuentran las lascas de una historia y un pensamiento.

Renunciar al lirismo. El principal trabajo de cada escritor es tratar de encontrar su estilo y su guía. Me tardé muchos años en descubrir cómo tenía que escribir, yo sabía que era escritora, pero desconocía cuál era mi estilo. Por eso trabajé mucho, trabajé con mi editor y entendí que en esa forma tan dura y simple —la ausencia de lirismo— estaba mi voz. Yo trabajo con temas muy duros: la adicción sexual en mi primera novela, el infanticidio en la segunda. Debido a esto me parece muy difícil asociar esos hechos al lirismo. Yo quiero confrontar al lector con la dureza de los temas que intento explorar.

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La búsqueda de la realidad. El objeto de la literatura es levantar el velo que cubre a la gente para adentrarse en lo que ocultan. Desde que era pequeña me fascina la máscara social, el hecho de que uno es una persona en público y es totalmente distinto en la intimidad. Los novelistas siempre sospechamos cuál es la verdadera persona escondida tras los discursos y las falsas sonrisas. De lo que se trata es de buscar al monstruo que habita en las personas.

El supuesto refugio llamado hogar. A menudo se dice que el hogar es un espacio de suavidad, que uno regresa a casa para refugiarse; justo como se mostraba en la iconografía de los años cincuenta: la mamá muy dulce que espera el papá, y toda la familia que se sienta feliz alrededor de la mesa. Eso es un mito, eso no existe; el hogar es el primer espacio de la violencia: dentro de la casa golpean a los niños y a las mujeres, en la casa se cometen la mayoría de las violaciones y los asesinatos. Me interesa mucho explorar cómo el espacio doméstico es un espacio político, un lugar donde hay guerras constantes entre los adultos y los niños, entre los hombres y las mujeres.

La oscuridad y la luz. Cuando escribo estoy a oscuras y ciega. Escribo sobre lo que se me atraviesa, pero no tengo un mensaje, tampoco poseo una intención muy clara. Solo cuento con una obsesión que termina convirtiéndose en un libro. Finalmente, es el lector a quien le toca cubrirme de luz. Cuando me encuentro con ellos me hacen descubrir cosas que no conocía de mi trabajo. Los escritores no somos dioses ni videntes, no tenemos una mirada clara de nuestro trabajo. Yo prefiero estar a oscuras y me gusta escribir en mi oscuridad.

El norte de África. El Magreb forma parte de mi cultura y de la religión musulmana. En esa región están las luces, los colores, una manera de pensar y ver el destino. En este espacio se funden la inmensa ternura y la inmensa violencia. Ser mujer en el Magreb no es igual a serlo en Francia o en cualquiera otra parte del mundo. El Magreb está muy presente en mis obras y cada vez estará más ahí, porque finalmente mi infancia llega a la superficie. Es imposible combatir ese regreso al pasado.

Lejos de las referencias. Cuando publiqué Canción dulce (Cabaret Voltaire), la primera frase que escribí es “El bebé ha muerto”. En París, un periodista muy inteligente me dijo: “Obviamente es una referencia a Camus”. Tenía razón, es una referencia, se parece a la primera frase de El extranjero. Soy honesta, cuando escribí estas palabras no había una referencia, fue un acto inconsciente, un recuerdo de un punto de vista está presente en mi obra. Las obras de Camus me influyen y me marcan. Me fascina el ser humano que era Camus: un escritor capaz de resistir el éxito y mantenerse como alguien puro, como alguien decente.+