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Columna Niños a ¡leer!: "¿Alguien oyó un clic?"

Accionar la cámara del teléfono para luego compartir retratos con familiares y extraños es más que una moda pasajera. La fascinación que sentimos por los retratos viene de mucho tiempo atrás. El primer retrato fotográfico de la historia de la humanidad se lo adjudicaron a Robert Cornelius en 1839, y es un autorretrato (sí, ¡una selfie!).

Pero antes, mucho antes de eso, los pintores reproducían las cualidades más entrañables y caprichosas de los seres humanos pintando representaciones de sí mismos y de otras personas. Una forma de arte que se mantiene vigente porque hay ciertas sutilezas en los gestos de los organismos vivos que ni siquiera el mejor lente del mundo es capaz de capturar. Feliz, de Mies van Hout (FCE), es un magnífico ejemplo de esto.

Desde tiempos remotos, la reproducción de imágenes se ha empleado como medio para verificar sucesos; un sinnúmero de fotografías han servido —y sirven en la actualidad— para demostrar la veracidad de algo que se pregona. Sin embargo, hay historias insólitas que ni con fotografías convencen a nadie. Si no me creen, lean el relato de Tocino sobre las vacaciones inolvidables que pasó en compañía de sus padres y su abuelo —quien entre tanta cosa olvidada, olvidó que ya estaba muerto—. La madre de Tocino es fotógrafa y tiene pruebas impresas de que Los muertos andan en bici, de Christel Guczka (Ediciones El Naranjo).

Esta chulada de libro da comprobación a unas cuantas teorías: primero, que los prejuicios son una invención adulta. Segundo, que guardarle demasiado respeto a ciertos temas es innecesario: la risa le devuelve su naturalidad a los sucesos cotidianos. Tercero, el niño que nos cuenta la historia no es ningún excéntrico, sino un niño con mente propia que intenta comprender el mundo a partir de la información que tiene a su alcance.

Y hablando de darle buen uso a la información y a las fotografías, hay un autor que se ha ganado a pulso su fama de ser un cirujano del collage, un especialista del bisturí gráfico, quien, para nuestro deleite, posee un nutrido y estrafalario sentido del humor. Los Animales domésticos, de Jean Lecointre (EKARÉ), conforman la agrupación clandestina más exótica y delirante que he topado en mucho tiempo. Podría contarles del matrimonio Archibaldo, de su gusto por las fiestas o de su moderno Chalet que parece sacado de un dibujo futurista de los años cincuenta. Pero en vez de eso, puedo hablarles de un perro con modales inmejorables, de un gato con guardarropa de diseñador, de una mosca pulcra y perfeccionista, de unos ratones que bailan swing, de un sapo cortés que nada tiene de príncipe, de un mosquito desfachatado y de la pareja de mariposones nocturnos más feliz del mundo.

Una mano desconocida que desliza por debajo de la puerta una tarjeta postal con una foto impresa, el hallazgo de un buzón metálico a mitad de la calle para depositar en él cartas de papel, la existencia de una oficina postal, de palomas mensajeras, de estampillas postales… Suena a un mundo inventado por alguien con una imaginación notable. Piensa en lo emocionante que sería recibir una carta escrita a mano que te fue enviada desde algún rincón del mundo y, en lugar de haber viajado a través de señales electromagnéticas, cruzó tierra, mar y cielo para llegar a ti. Quizá después de leer Ernesto, de Jochen Stuhrmann (Castillo), ensueñes con que algún día ese mundo inventado se haga realidad. Stuhrmann no se conformó con dar vida al libro empleando sólo palabras; creó ilustraciones fabulosas.

Y para cerrar con broche de oro, tres preguntas: ¿puede una imagen resumir la historia de una vida? ¿Puede una fotografía silenciosa murmurar “Si lo concibes es posible”? ¿Puede tu juego favorito de la infancia convertirse después en tu profesión de adulto? En la primera página del libro Yo, Jane, de Patrick McDonnell (Oceano Travesía), encontrarás las respuestas. Jane Goodall ha inspirado películas, documentales y artículos con sus estudios sobre los chimpancés. Hace exactamente treinta años publicó sus hallazgos y cambió la historia: hizo al mundo repensar qué es lo que distingue a los animales de los humanos. Este libro nos da pistas para adivinar qué es un llamado interior y de paso preguntarnos por qué rara vez hacemos caso cuando las señales que apuntan el camino a seguir son tan claras. El de Jane podría ser un caso mucho más común de lo que pensamos, quizá suceda que de niños (y no tan niños) nos dejamos convencer por quienes opinan que hay sueños imposibles. Nunca es tarde para seguir nuestra vocación, ¿o sí?

Por Karen Chacek

MasCultura 06-may-16