De-Mente: "We're not gonna take it!"
Los festivales musicales alrededor del mundo se han convertido en un viaje más para comercializar destinos con paquetes para turistas musicales de todas las edades, géneros y bolsillos. Es lamentable que productores, promotores y en general varios circuitos del mundo musical busquen quitarle identidad y sentido a los festivales y a la manera en que consumimos la música.
Ahora se organizan grandes conciertos donde no importa el gusto del público, sino la oferta de las marcas, disqueras o promotores para sacar provecho de un montón de músicos cuyas propuestas, muchas veces, no merecen estar en un escenario, ni ser usados como productos. Este problema también surge porque la música parece que no tiene valor comercial, las canciones valen centavos; los músicos necesitan vivir del merch y de conciertos, y acaban siendo esclavos de una industria manipulada por los gustos de bookers, promotores y marcas.
Hay festivales que han perdido su intención inicial como el Vive Latino, creado porque parecía existir una escena mayor de rock en español y se quería brindar un festival auténticamente latino. Muchas cuestiones lo desnudaron de su esencia, pero fue el mismo sistema de música creado por ocesa quien lo mató por fines económicos, y año tras año, con infraestructura deplorable, ha ido creando un festival sin raíces, con una curaduría de payola, sin seguimiento de las bandas, muchas que no repiten porque no merecían llegar tan pronto a un festival así, y otras que lo merecían simplemente no le dieron gusto a algún productor. El problema crece cuando los promotores que trabajan con ocesa no invierten en otros grupos nacionales y se les cierran las puertas porque creen que no están de moda, minando el camino para la expresión no sólo del rock, sino de cualquier cosa que les suene raro a los promotores o estaciones de radio, que piensan sólo en el pop.
Que no haya un campo abierto a la música original es una manera de vetar la expresión musical de una nación. No entiendo por qué la gran mayor parte de la música que suena, aunque sea en estaciones de radio, contiene letras que no expresan la situación que vive nuestro país. Un amigo argentino me decía que seguramente en México las cosas estaban muy bien, ya que la música que había escuchado en los dos mil no reflejaba más que “chavas y chavos buena onda”.
Un tiempo fui mánager de un par de bandas de rock, una de ellas sólo quería hacer covers y la otra, con una larga trayectoria, con música original y una infraestructura de primera, con disco y videos. ¿Para quién creen que existía continuamente trabajo? Para la banda de covers. Cuando me di cuenta de eso, me quería desmayar. En nuestra educación musical toleramos que buenas bandas hagan covers, de preferencia de música en la línea de The Beatles y Led Zeppelin.
Vayamos más atrás. El rock en nuestro país fue vetado; siempre se le ha visto como una amenaza al orden público. Después del Festival Rock y Ruedas de Avándaro, en 1971, se satanizó en todos los medios culturales y sociales, advirtiendo a la sociedad que la juventud era una amenaza. Allí donde el individuo había estado alineado y oprimido en su trabajo y su vida, el rock fue liberación espiritual y emocional. Los hoyos fonquis tuvieron una importancia absoluta en el desarrollo de la nueva apertura del rock mexicano tras la censura de los conciertos en la ciudad: fueron lugares clandestinos o semiclandestinos, generalmente bodegas, salones, sótanos o casas abandonadas, donde los grupos de rock generaban momentos intensos en una escena musical poco habitual y reconocida por la sociedad.
El rock siempre será contestatario pero también abierto al diferente, una invitación constante a romper lo establecido y a abrirnos a nuevos espacios de convivencia. En un reciente estudio de The University of Queensland, en Australia, comprobaron que los individuos que consumen música de diversos géneros derivados del rock son seres más tranquilos. Sus niveles de hostilidad, de estrés y de alienación disminuían notablemente. Lo anterior lo comprobé con un festival de rock, a mi parecer es el mejor del mundo porque es apolítico y su meta no persigue fines lucrativos ni comerciales. Ninguna marca es su patrón. Nació hace once años en una población de la campiña francesa, en un pueblo de la región de Nantes, llamado Clisson. Hellfest es un ejemplo perfecto de un festival bien curado por fans, para fans, donde la música es lo más importante. No hay imágenes violentas contra ningún género o ideología, no hay mensajes negativos, no usan a la mujer como símbolo sexual, hay comida vegana y orgánica a precios asequibles, los boletos de tres días (ciencuenta mil fans por jornada) son de los más accesibles, se promueve una convivencia en total armonía y respeto por el otro. El mismo festival ha obtenido ganancias por más de cinco millones de euros en los últimos años, invertidos en negocios locales de la Francia rural; generando más de quinientos trabajos anualmente. Es una Disneylandia del rock, donde familias completas asisten, acampan con tranquilidad, seguridad y limpieza, y experimentan el gozo de estar vivos.
Ben Barbaud, el fundador, recientemente decidió regresar el apoyo dado por el gobierno local porque decían que era un festival ocultista que promovía la violencia. El director respondió con una carta invitando a la responsable de tales ataques (Madame Garnier), que sin haber asistido al festival, lo juzgó buscando crear una división entre la sociedad con fines políticos.
He vivido el festival en dos ocasiones y puedo decir que a mí me enseñó un nuevo espacio creativo, el triunfo de la convivencia por medio de las artes; pude compartir con fans de todos los géneros posibles —hard punk, stoner, hard core, gore, trash metal y otros ultra ultra pesados—; cuando vi a estos fans que conservaban su espacio, que convivían en paz y armonía, tiré mis prejuicios. Eso es el rock: aceptar al otro, respetar al diferente, convivir, dialogar, coexistir. Allí viví mi momento más libre hasta ahora: en una tarde calurosa, viendo a ZZ Top, decidí quitarme la playera y en top, valga el juego de palabras, observé el concierto, sin que nadie me molestara, sin miradas lascivas, incómodas, aceptada por mi entorno. Mi mamá estaba medio abrumada por la foto que lo constataba, y le contó a mi abuela de setenta y ocho años lo que su nieta de treinta y cinco había hecho. Lo único que escuché de mi abuela fue “Wow, qué orgullo que alguien de nosotras haya podido experimentar tanta libertad”.
La música hermana con el otro, busca darle color a lo gris que puede tornarse la vida, nos transforma, nos enseña a vivir y a romper límites. No vayan a un superconcierto donde el nombre más grande en el cartel es una marca. Busquen un festival que se haya ganado ese nombre y su lugar (Gathering of the Vibes, Grassroots Music and Arts Festival), con una identidad positiva, con buena vibra, de ciudadanos del mundo, con mucho civismo.
Rotundamente lo digo: ¡Queremos rock!
Por Yara Sánchez de la Barquera Vidal
MasCultura 04-jul-16