Hace un par de meses me metí en un serio aprieto luego de decir, durante un evento en provincia, que la literatura zombi es un género bastardo. Para los que no lo saben: en ese ritual repetido por todas las presentaciones de libros, siempre hay un espacio, al final de la ceremonia, para las preguntas del público.
Un chico gótico aprovechó esta oportunidad para increparme por mi afirmación. Lo que dije para defenderme fue que mientras otros géneros, como el policiaco, el terror y la fantasía cuentan con libros clásicos que los respaldan, no hay una obra maestra de la literatura zombi. Cell, del maestro Stephen King, hay que admitirlo, es malita; me gustó más la película Guerra Mundial Z que la novela coral que le sirvió de inspiración. Sin duda hay obras maestras de la literatura post-apocalíptica, con The Stand de Stephen King, como mi favorita, y El canto del cisne, de Robert McCammon, en un honroso segundo lugar.
El terror también tiene sus clásicos que lo respaldan, sin embargo cada vez me gusta menos usar la etiqueta “terror” en la literatura. No me parece que las obras maestras del género, en su versión literaria, sean tan sensoriales como sus adaptaciones cinematográficas. Películas lovecraftianas como The Thing (John Carpenter, 1982) o The Curse (David Keith, 1987) me provocan taquicardia y hasta repulsión — de la buena—. En cambio, no es precisamente miedo lo que siento al leer El llamado de Cthulhu o En las montañas de la locura.
Acudo a Lovecraft cuando me aburro de la vulgaridad de mi entorno, por la fascinación de ser transportado a otros mundos y por lo sofisticado de sus recursos metaliterarios. Los cuentos de Lovecraft estimulan tanto mi mente como mis sentidos y son capaces de evocar y provocar muchas cosas, no solamente miedo. Es por esto que me gusta más la etiqueta usada por el nacido en Providence: weird fiction. Ficción rara, en español. Es la misma etiqueta que uso para categorizar obras que van desde Drácula, de Bram Stoker, a El gran dios Pan de Machen, pasando por La casa en el confín de la tierra de William Hope Hodgson.
Otro género que no considero para nada bastardo en términos literarios es el policiaco. Clásicos como El halcón maltés y Adiós, muñeca no necesitan de sus adaptaciones cinematográficas para darse a valer. Por otro lado, uno dice western y la mayoría de las personas piensan en las historietas del Libro Vaquero y películas. Y aquí ni siquiera estoy hablando de clásicos como The Searchers (John Ford, 1956) o Río Bravo (Howard Hawks, 1959), sino de bodrios recientes.
Esto a pesar de la larga lista de obras maestras que se han escrito dentro del género de los apaches, las alforjas, los duelos al atardecer y los saloons. Novelas como Paloma solitaria, de Larry McMurtry, Little big man, de Thomas Berguer, y Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, no solo merecen ser reconocidas como clásicos del western, sino de la literatura universal. Denles una oportunidad a cualquiera de estas obras y verán que no miento.
La mejor manera que encuentro de describir Little big man es: «Holden Caufield en el Salvaje Oeste»
Y es que la novela de Thomas Berger tiene ese tono picaresco de los mejores bildungsromans. Little big man cuenta la historia de Jack Crabb, un niño criado por indios cheyennes. Toda la familia de Jack fue masacrada por nativos ebrios, en la Ruta de California, camino a San Francisco. Fue el padre de Jack quien, contagiado por la fiebre del oro, tuvo la brillante idea de ofrecerle whisky —luego de que se le agotó el café— al jefe Panza Cortada, también conocido como Trueno Pintado.
No daban las gracias porque eso no formaba parte de su etiqueta, además de que ya habían mostrado su cortesía con su jao-jao, lo cual significa bueno-bueno.
Puedes buscar por todo el mundo sin encontrar una criatura más cortes que un indio. De hecho, el propósito de estas visitas era mostrar sus modales. No se crea que estos amigos eran pordioseros en el sentido blanco, esos degenerados que uno suele encontrar en las grandes ciudades de occidente. En el código nativo, si ves a un forastero, comes con él o peleas con él, pero lo más seguro es que comas con él, ya que pelear es una empresa demasiado importante como para desperdiciarla con un desconocido.
Cada vez grupos más grandes de indios interrumpían nuestro andar, en nuestro camino al oeste. Supongo que un pawnee le decía al otro: habrías de ir a dónde están esas carretas porque están regalando café y bísquets.
Por la riqueza y tridimensionalidad de sus personajes, Little big man me hizo llegar a la conclusión de que el western se adapta aún mejor a la literatura que al cine, y que, además, es posible narrar un relato de nuestros pueblos originarios, no desde la periferia, sino desde el corazón de las tinieblas. Este enfoque me animó a escribir la historia del mojave Cornelio Callahan, protagonista de mi novela Un pueblo llamado Redención (Grijalbo, 2017).
No tiene nada de malo decir que un género es bastardo. Al contrario, se deja abierta la posibilidad de que cualquiera de nosotros entregue esa obra seminal que sirva de referente para lo que venga después dentro de esa expresión artística.
Texto por: @hilariopenia