Nunca le des la espalada a la oscuridad

Cuando estudiaba la primaria, y preparaba la ropa que me pondría al día siguiente, había ciertas noches en las que mi uniforme no estaba en la cajonera. Eso significaba que tenía que salir al jardín trasero y atravesarlo en dirección al patio de lavado, al que un muro separaba del resto de la casa. En el fondo de ese patio había un cuarto pequeño donde se depositaba la pila de ropa limpia. Con la luz encendida emprendía la tarea de localizar mi uniforme entre el alud de prendas (nueve personas, incluyendo a mis papás, vivíamos bajo el mismo techo). El problema comenzaba una vez que tenía mi uniforme entre las manos. Debía apagar la luz, girar el cuerpo, y salir corriendo lo más rápido posible hasta regresar a la seguridad de mi habitación.

Mi pánico –porque eso era– provenía de la abismal sensación de darle la espalda a la oscuridad, como si algo pudiera salir de ella y cogerme desprevenido para llevarme hacia profundidades ignotas. Ese miedo irracional era comprensible en un niño de ocho años, pero en realidad continuó invadiéndome durante la adolescencia. Ya no usaba uniforme, pero mis camisas Polo estaban ahí, reposando en la penumbra del cuarto trasero, esperando a que fuera por ellas. A esas alturas era consciente de que nada iba a salir de la boca de la sombra para hacerme daño; no corría una vez que apagaba la luz, pero al mismo tiempo no podía evitar sentir un escalofrío recorriéndome la espina dorsal, una paranoia que me obligaba a apresurar el paso. Digamos que de velocista pasé a marchista, siempre con urgencia por alejarme de aquel lugar que me ponía la carne de gallina. Todavía hoy, al rememorar dicha experiencia, siento un hueco en el estómago. En mi defensa puedo decir que no soy un cobarde, sino que este tipo de terrores nocturnos son muy comunes, y que prácticamente todo ser humano tiene traumas de la infancia parecidos al mío.
Pero ¿por qué?

Como bien señaló H. P. Lovecraft, el amo y señor del terror cósmico, la emoción humana más antigua que existe es el miedo a lo desconocido. Un terror que nos acompaña desde la remota época en que nuestros ancestros vivían en cavernas. En cuanto se ocultaba el sol, los primeros homínidos quedaban a merced de un mundo poblado de sombras amenazantes y ruidos incomprensibles, ya fuera el rugido de los predadores o la erupción de un volcán. Esa sensación primigenia de desconcierto y alerta quedó tatuada en nuestro organismo, como si fuera parte del adn, y nos acompaña hasta la fecha. Aunque contemos con luz eléctrica las veinticuatro horas del día, existe un mecanismo en los sentidos que no permite que nos relajemos, como explicó el mismo Lovecraft: “Ningún racionalismo o análisis freudiano puede anular totalmente el estremecimiento causado por el susurro del viento en la chimenea o en el bosque solitario”.

Por Bernardo Esquinca

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Mascultura 28-oct-15