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La escuela del dolor

Andrés Tzompaxtle Tecpile, militante del Ejército Popular Revolucionario (EPR), fue detenido en Zumpango del Río, Guerrero, el 25 de octubre de 1996 por efectivos encubiertos del ejército mexicano, mientras conducía a un grupo de periodistas a una conferencia de prensa programada por la dirigencia guerrillera. Ahí comenzó la segunda parte de su infierno. La primera se había inaugurado treinta años atrás en Astacinga, Veracruz, su lugar de origen, y estuvo cifrada por la violencia, la discriminación y la injusticia social padecida por las comunidades indígenas de esa zona en la década de los ochenta, los años posteriores a la guerra sucia emprendida por el gobierno contra Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, dos figuras señeras de la lucha revolucionaria en nuestro país que fundaron, respectivamente, el Partido de los Pobres en 1967 y la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria en 1969. De hecho, Tzompaxtle recuerda —a lo largo de más de treinta horas de entrevistas grabadas con el periodista John Gibler— que decidió sumarse a la guerrilla luego de que, en una competencia deportiva realizada en San Juan Texhuacan, viera llorar a varios de sus compañeros y, al preguntarles qué les sucedía, le contaran que el día anterior habían masacrado a sus familias: “Y a los trece años, ante esa matanza, nace el deseo de buscar al profesor Lucio.”

Como bien señala el escritor Carlos Montemayor, para el gobierno la guerrilla y los guerrilleros son simplemente una amenaza militar a la paz social que requiere de aniquilamiento por parte de las fuerzas policiales del Estado. No es capaz de reconocer nada detrás de los hombres y mujeres que se sublevan y adoptan la clandestinidad, ninguna causa justa, ningún malestar, agravio o injusticia. Toda guerrilla, dice, es como un animal rabioso al que hay que sacrificar sin averiguar previamente los motivos de su rabia. Por eso no sorprende que, tras su detención, Andrés Tzompaxtle —que fue conocido en los medios con el nombre de guerra Rafael— fuera sometido durante cuatro meses a un verdadero suplicio físico y psicológico. La saña con la que fue torturado, escribe Gibler, estuvo desde el principio en proporción con el hecho de que fuera el primer guerrillero detenido en mucho tiempo: todo un trofeo para las autoridades estatales y federales. “Hay momentos en que el martirio es tan terrible que prefieres morir, de hecho el refugio es morir, la esperanza es morir […] Pero no. No te van a matar todavía. Para eso está aquí el médico. Quieren cuidar tu vida para administrar mejor tu muerte. No quieren que descanses, quieren que te deshagas, que te quiebres. Eres el experimento. Eres el primer guerrillero en el estado que han capturado en más de veinte años. Desde la muerte de Lucio Cabañas en un operativo masivo del ejército en 1974 hasta la aparición pública del EPR en 1996, tú eres el primero.”

Víctima de interrogatorios sistemáticos, insultos, intimidaciones y castigos corporales similares a los que se sufren en un campo de concentración, Andrés Tzompaxtle nos recuerda, a través de la pluma ágil y concisa de Gibler, que “nuestras instituciones políticas llevan la violencia del genocidio en la arquitectura de su poder” y, más aún, que “la imposibilidad de comunicar el dolor y la ruptura del lenguaje en la experiencia del dolor, impuestas a través de la crueldad estudiada y refinada de la tortura, separan y aíslan al torturado. El interrogatorio, el regreso al lenguaje, es el esfuerzo para reunir al torturado con el o los torturadores a través del lenguaje, pero ya en una relación de total sumisión. El interrogatorio es parte esencial de la tortura y aumenta la dimensión psicológica del horror: te destruyen el lenguaje, te aíslan del mundo sólo para regresarte al lenguaje junto con ellos en una posición dominada, humillada. Una y otra vez.”

El 22 de febrero de 1997, a las seis de la mañana, Andrés Tzompaxtle se fugó milagrosamente de la casa de seguridad en la que lo tenían recluido, aledaña al campo militar de San Juan Teotihuacán, en el Estado de México. Tiempo después contactó a sus compañeros del EPR que, desconfiados, lo sometieron a otro interrogatorio para tratar de averiguar cómo había logrado escapar, si su salida había sido pactada y, en caso de que así fuera, a cuántos de ellos había delatado. Un tanto decepcionado, Tzompaxtle recuerda: “Te dicen: “No se te ven las cicatrices, no se ve que vengas golpeado, simplemente no se ve.” Es tan común decir que alguien torturado debe salir sangrando, mutilado o arrastrado a pedazos. No entienden que la tortura, como un método diabólico, como un método inhumano, se ha ido perfeccionando. Ya no son como las torturas medievales. No. Hoy te pueden envolver en cobijas para no dejarte huellas y golpearte a batazos, y no se nota. Te pueden dislocar los huesos y no será porque te ataron a un caballo.”

Más allá del simple reportaje o la mera consignación escrita de los hechos, “Tzompaxtle” de John Gibler es una conversación desde las sombras de la clandestinidad que pretende deslindarse de las relaciones de poder que caracterizan toda labor periodística: “quien escribe, dice Gibler, siempre debe tener presente el dolor que implica escribir sobre la vida y el sufrir del otro, reconocerlo y tratarlo con respeto, cuya esencia es la honestidad.” Por lo demás, se trata de un testimonio escalofriante sobre la escuela del dolor a la que son sometidos los hombres y mujeres con ideales y sed de justicia en un país como el nuestro, dominado por sátrapas y criminales disfrazados de funcionarios públicos.

– John Gibler: “Tzompaxtle. La fuga de un guerrillero”. México, Tusquets, 2014, 210 pp.

Lobsang Castañeda 

Imagen: Portada del libro “Tzompaxtle. La fuga de un guerrillero”, de John Gibler.
Mascultura 03-Abr-14