“La conjura de los necios”: increíblemente buena

Walker Percy, el hombre que descubrió “La conjura de los necios” para el mundo, un experto en evadir malas novelas, pensaba que “no era posible que fuera tan buena”. El libro le había llegado por la insistencia de una madre que le dio un manuscrito que 11 años antes había creado su hijo, John Kennedy Toole, y quien se había suicidado a los 31 años, en 1969.

Como Percy, cuando uno se adentra en la novela siente una creciente exitación, una diversión enorme, y al final todo es incredulidad porque también uno piensa que no es posible que la novela sea tan buena, que uno haya estado tanto tiempo sin haberla leído. No sorprende para nada que a John Kennedy Toole le hayan dado el premio Pulitzer de Ficción de manera póstuma ni que fuera una de las cinco novelas preferidas de Roberto Bolaño. En Francia fue premiada también como “mejor novela en lengua extranjera” cuando fue publicada.

“La conjura de los necios” de editorial Anagrama es la historia de un genio misántropo y anticapitalista con graves problemas estomacales; un ser elefantino, enorme. Un Gargantúa con gorra cazadora verde, como la del chavo del ocho, al que se le cierra la válvula pilórica si sufre el mínimo disturbio. Un gigantón trastornado en la Nueva Orleans provinciana de los años 50 o 60 del pasado siglo, donde reinaba una moral ultraconservadora y la ética del trabajo anglosajona, al mismo tiempo que se relajaban los principios en los bares y con la prostitución de los barrios bajos.

El nombre de ese personaje es Ignatius Reilley, memorable antihéroe que se rebela contra todos esos valores del trabajo duro y la autosuficiencia norteamericana. Esperando que su madre le sirva en todo, Reilley es increíblemente holgazán y, si no fuera porque un accidente vehicular les hace contraer una deuda considerable, él pasaría todo el día en la tranquilidad de su cama, escribiendo garabatos y severas y eruditas condenas a la falta de teología y geometría de nuestro tiempo; contra la falta de gusto y decencia de la pulcritud clasemediera norteamericana.

Así, pues, decidido a enfrentar cara a cara al sistema y participar en él como observador y crítico de incógnito, Ignatius Reilley se somete a la pervesión de tener que trabajar. Sin embargo, corre con tanta suerte que encuentra un agradable empleo archivando documentos acumulados en una fábrica de pantalones, la cual describe como “la esclavitud mecanizada de los negros”, que representa “el progreso” que habían hecho los esclavos al pasar de recolectar algodón a confeccionarlo. Ahí, para incitar los celos de una exnovia que lo juzga mal y para luchar contra la esclavitud moderna, decide liderear un movimiento social. Convence a los obreros de la fábrica de protestar por mejores salarios pero termina echándoselos encima cuando ellos lo consideran un criminal por la bajeza de sus acciones.

De este modo, Reilley vuelve a caer en el desempleo, el cual lo lleva a convertirse en vendedor de hot dogs, a descubrir una red de pornografía y a ocasionar los más increíbles disgustos. Gracias a una moral reaccionaria, expresada siempre con una sátira violenta, Reilley evidencia el propio conservadurismo yankee y logra descomponer todos las situaciones en las que se ve envuelto. Sin embargo, al final Ignatius Reilley, el ferviente lector de “La Filosofía de la Consolación” que cree que es la diosa Fortuna quien gobierna su destino, será el medio por el cual los otros personajes de la historia se reconcilien con la realidad.

Por Marco Lara

Mascultura 01-Jul-14