Ni en la tierra ni en el mar
Si piensa que al leer "La cámara sangrienta" se va a encontrar con una historia similar a las del marqués de Sade, no se equivoca, pero tampoco está en lo correcto. Esta dualidad caracteriza cada uno de los diez cuentos de Angela Carter. La ambivalencia permite a la escritora inglesa una enriquecedora reinterpretación de esos personajes clásicos que nos emocionaron desde la juventud: Dráculas, el Hombres Lobo, Bellas y Bestias, Caperucitas, Gatos con y sin botas están reunidos en este volumen. En cada uno de estos relatos, Carter nos muestra ambas caras de la moneda, no cada lado de una medalla de oro, sino como si fuera traslúcida, las dos al mismo tiempo, como un centavo de vidrio, similar al enajenante zahir de Borges; porque la autora percibe y nos ha querido mostrar en sus ficciones que la maldad y la bondad, la fiereza y la dulzura, la valentía y la cobardía, la inocencia y la perversidad, la vida y la muerte conviven naturalmente en el alma de hombres, mujeres y monstruos, haciéndolos entrañables a nuestros ojos: "como si las fieras desearán ser menos fieras y no supieran cómo, y no dejaran de lamentar su condición" (155).
En este libro, como en los cuentos de hadas, hay grandes tesoros, pero la divisa no son joyas ni oro, sino la inocencia, la belleza, la juventud y hasta el horror: "mi piel era mi único capital en el mundo y hoy haría mi primera inversión" (78). "En ese momento, supo con una punzada de pavor que eso y su visita a la Bestia eran […] el precio de la buena fortuna de su padre" (60). "No penséis que mi padre me tenía por menos valiosa que una fortuna; pero tampoco me tenía por más valiosa" (74).
Carter tiene en sus relatos la tensión justa de los grandes cuentistas como Poe o Chéjov. Por medio de un narrador cambiante, parece tomar de la mano al lector como Virgilio a Dante y lo guía por los pasillos lúgubres de castillos, por bosques amenazantes o por lujosos palacios, igual que la tierna nana de aquella eterna adolescente vampiro: "Hizo una reverencia al joven y le indicó que la siguiera. Como dudó, ella le señaló la gran silueta del château que se alzaba sobre ellos" (137), o alguno de los mozos de sus relatos: "El criado me llevó del carruaje a las agrietadas baldosas del gran salón" (79). Pero el guía no es el único personaje arquetípico que Angela Carter ha aprovechado para revestir sus historias: el héroe, la virgen, la madre, la nana o el pícaro, aparecen aquí desempeñando las clásicas acciones que la tradición dicta, para que con esto el lector se sienta reconfortado en un mundo mágico que será transgredido a cada instante. No debe de sorprendernos el uso de objetos mágicos como espejos y bolas de cristal, a la par de a otros más pedestres como teléfonos, naipes y automóviles, colocando las historias en un contexto atemporal.
Hay que resaltar que los personajes femeninos tendrán los papeles preponderantes en las historias de este libro, reivindicando así a las mujeres en sus diversas etapas de la vida, ya sea en la niñez o vejez, ellas serán o heroínas, o perversas, o salvajes, o tímidas, pero jamás pusilánimes, incluso si la muerte las solicita, irán de una manera digna. "Puesto que el miedo no le serviría de nada, dejó de sentir miedo" (162). Curiosamente, si miedo no existe en los personajes, la autora ha sabido trasmitir esa y otras emociones al lector que avanza expectante como su recién casada, en la oscuridad de un pasillo que la llevará a "La cámara sangrienta". Si buscamos un tópico que represente a los cuentos de este libro, hallaremos una rosa blanca, pues en ella perviven la belleza y la agresión, pero también la finitud.
Carter con "La cámara sangrienta" ha preparado un festín de diez platillos donde la perfecta combinación de sus ingredientes le han dado el sazón digno de un banquete de rey o príncipe encantado, y donde todos estamos invitados: "Se señaló la boca y se volvió a frotar el estómago, en una evidente invitación a cenar" (137). "En la tapa del plato de plata, una exhortación grabada con letra fluida: <<Cómeme>>. El plato contenía sandwiches de grandes trozos de rosbif, aún sangriento" (57). Porque sus personajes de Carter no se reprimen ante lo placeres de la carne y se deleitan con todos sus sentidos, y con su ambigüedad característica: "Sus genitales, enormes. ¡Ah! Enormes. Lo último que vio la anciana en este mundo fue un joven desnudo, de ojos como brasas, desnudo como la piedra, que se acercaba a su lecho. […] Cuando terminó con ella, se relamió los belfos" (161).
"La cámara sangrienta" no es libro carente de color, aunque su paleta se basa en tres matices: el blanco de la pureza y la inocencia, el negro de la oscuridad y el misterio; y el rojo de la sangre y la pasión; y están bien representados, con estos mismos colores, en los grabados de la pintora chilena Alejandra Acosta, que con una técnica y calidad similares a las ilustraciones de Doré en "El Quijote" o la "Divina comedia", son el postre perfecto. Un gran acierto de esta colección de la editorial Sexto Piso, donde otra vez, en el mismo tenor de combinación armónica, cada uno de los dibujos se convierte en una puerta, otra invitación en la que el lector/espectador decidirá si entrar a la ficción o mirarla antes de salir de ella.
Angela Carter: "La cámara sangrienta", ilustraciones Alejandra Acosta, Madrid, editorial Sexto Piso, 2014, (Sextopisoilustrado), 178 pp.
Por Alfredo Barrios
Mascultura 04-Ago-14