El placer se manifiesta en alguna acción o sensación que nos causa saciedad. Es como si los sentidos te pidiesen que los llenases más allá del límite. Te sobrepasas. La alegría llega y después cierto estado de tranquilidad, como después de un largo suspiro, el tocar tu almohada fría después del desvelo o un gran trago de una bebida fría en un día sumamente caluroso.
Escribir para mí es como tener sexo, es como pasar mis dedos a lo largo de un cuerpo tibio, para después del orgasmo, terminar hablando de todo y nada juntos en la cama, hablo en realidad con el vacío y le cuento mis angustias, miedos y ansiedades, a veces también hablo de la felicidad, de las buenas cosas y de lo que me hace sentir agradecido. Siempre voy de un lado al otro.
Como balón de fútbol, como pelota de tenis, como el juego del ping pong. Alguien o algo me golpea, ya sea que lea algo que me impresione, una película que me remueva, o mis pensamientos obsesivos, y melancólicos. No puedo ser siempre feliz, y aquellos momentos a los que le atribuyo mi máximo nivel de felicidad, en realidad son pequeños instantes que cuelgo con chinchetas en mi mente, para añorar el pasado.
Quizás ni era tan feliz, estoy seguro que ni era tan feliz, pero me esfuerzo en aferrarme. Eso no quiere decir que la vida no sea bella, o que no valore el hecho de pasar un día entero con mis hijos, o reírme frente al televisor, o hablar con mis pocos amigos. Es jugar al trapecista. Y perpetuar aquel estigma de que no hay escritores felices, no puede haberlos, como prueba mi lista “escritores que se suicidaron”, ya sea arrojándose a ríos, ingiriendo pastillas o jalando el gatillo.
¿Por qué? ¿Será que somos solamente unos malditos quejicosos, sucios farsantes de santos y mártires? O ¿Será porque no podemos reconciliarnos ni de corazón ni de cabeza? Así pensaba Hemingway, un poco antes de meterse su escopeta favorita por la boca. Sumándole que era bebedor. Como su amigo Fitzgerald que se atrevía a decir que – A veces resultaba más difícil privarse de un dolor que de un placer. – Quizás por eso Zelda terminó muriendo por el fuego que consumió el psiquiátrico donde terminó internada.
Algún par de ejemplos de tragedia. Amamos la tragedia, la soledad, la melancolía y la filosofía. Sin aquellas intervenciones y el enamorarnos fácilmente, no existirían los aburridos o interesantes párrafos por los que seríamos recordados después de muertos. Nuestros traumas, nuestras malas relaciones con nuestros padres, nuestros vicios, nuestros amores fallidos.
En realidad, vamos por la vida siendo insoportables, ególatras, orgullosos, sabiondos, y con mayores dramas que telenovela. Aun cuando haya escritores casados y con hijos, también hay divorcios, infidelidades, mentiras, deficiencias, y heridas que no cerramos. Heridas que callamos y que por supuesto nadie necesita saber. Las transformamos en personajes, nuestras fijaciones y fantasías.
Pero es bueno escribir, aunque se apilen solamente palabras y se empolven las historias en libreros viejos, de papeles amarillentos, aunque se muera en la pobreza y el anonimato, aunque pocos te lean, aunque nadie entienda, aunque solamente pocos intenten establecer cierta simpatía.
Al fin y al cabo, es un ejercicio de exhumación propia, de revivir, de intentar darte vida y paz mental otro día. Al fin y al cabo, nos pertenece. Y sería muy irresponsable tratar de que se viviese a través de nosotros.
Texto: Christian Volkmar (@don_atticus)