La prisión del minotauro

No se conoce su forma exacta ni el material que lo formó. Se sabe que una mente prodigiosa lo erigió bajo encargo: Dédalo. El motivo de su construcción fue ocultar la vida mísera e inoportuna del Minotauro, ya que era símbolo de vergüenza. Sin embargo, el laberinto también representó una prisión enigmática —a veces imaginada en repeticiones concéntricas, a veces como un óvalo o cuadrado— de la angustia del Minotauro, de no saber qué delito cometió desde su nacimiento y, no obstante, prever un futuro agónico e inevitable: el acecho y la muerte. Los deseos de Minos, su padre, decepcionado por haber engendrado una criatura desdeñable, le privaron por siempre de su libertad y, peor aún, asumió injustamente el adulterio de su madre, Pasífae, como deuda propia. Teseo, el héroe solar, entra en el relato como asesino del hombre-toro. Gracias al amor desmedido de Ariadna podrá acceder a la prisión de piedra para matar y salir sin extraviarse.

El memorable hilo de Ariadna será su guía para que no se pierda en las oscuras bifurcaciones del camino infinito.
Este pasaje se ha vertido en los muros perennes de la mitología occidental, reflejándose como metáfora universal del infausto suceder de las cosas. Una memoria alegórica que aparece para hablar del destino y la fatalidad que nos deparan. Hablamos del mito cretense del laberinto, cuyo origen proviene de la etimología latina labyrinthus, y ésta relacionada con la palabra griega labrys. Laberinto: hacha de dos filos; también: caverna con abundantes galerías y pasadizos. Un lugar sumamente enigmático que se volvió símbolo y tema de miles de láminas y páginas impresas durante siglos y siglos.

Quizá el relato del laberinto y el Minotauro sea lo más lejano que tengamos sobre el tópico, muy seguramente basado en otros relatos más enigmáticos. Juan Eduardo Cirlot, en su Diccionario de símbolos, nos dice: “En los textos antiguos citan cinco grandes laberintos: el de Egipto, que Plinio sitúa en el lago Mocris; los dos cretenses, de Cnosos y Gortyna; el griego de la isla de Lemnos; y el etrusco de Clusium. Es probable que ciertos templos iniciáticos se construyeran de este modo por razones doctrinarias”.

En realidad ¿qué es un laberinto? ¿Para qué existe? ¿Quiénes lo pueblan? ¿Qué significa? Son muchos los pensadores, narradores y poetas que han reconstruido el mito y lo han reinterpretado. Robert Graves es uno de ellos, cuyo pensamiento es fundamental. El escritor de origen británico dedicó buena parte de su vida a la mitología, la poesía y la historia. De entre sus valiosas investigaciones destacan Dioses y héroes de la antigua Grecia y Los mitos griegos. En este último recogió la terrible historia del Labyrinthus y el crimen de Teseo: “No se sabe con certeza si Teseo mató al Minotauro con una espada o sólo con sus manos […], cuando Teseo salió del laberinto, manchado de sangre, Ariadna lo abrazó apasionadamente”. Con la finalidad de presentar una suma de los laberintos de la humanidad, el escritor y poeta italiano Paolo Santarcangeli se dio a la tarea de investigar, intuir, hacer
arqueología y obtener como resultado El libro de los laberintos. La idea partió de una provocación de su amigo Umberto Eco, quien prologa y confiesa haber retado a Santarcangeli a concebir un antilaberinto, “una enciclopedia negativa o Cacopedia, donde los grandes conceptos de la cultura se presentasen vueltos como un guante”. Este bello ejemplar ilustra la tipología de las formas laberínticas y rastrea los vestigios más antiguos, desde Egipto hasta la Edad Media.

Por su parte, Jorge Luis Borges quizá será recordado como el escritor que dedicó prácticamente toda su vida a descifrar, entre otras cosas, el símbolo del laberinto y afincar una poética de él. Además de tomarlo como recurso literario que vislumbró en Las mil y una noches y en El Quijote, lo comprendió como una herramienta filosófica para abordar la vida y sus caprichos. En una entrevista declaró: “la idea de un edificio construido para que alguien se pierda es el símbolo inevitable de la perplejidad”.

El laberinto, visto por Borges, es símbolo del Universo y sus complejidades. El hombre ha de habitar el mundo con incógnitas desde el día de su nacimiento hasta el día que la niebla cierre sus párpados. El laberinto no es sólo la física del mundo y las adversidades que depara su recorrido, sino también es la espiral del tiempo: concatenación de momentos que no se sabe a ciencia cierta cuándo empieza y cuándo termina.

En su libro La rosa profunda, Borges incluyó un poema revelador sobre su concepción del laberinto: “Soy el que
pese a tan ilustres modos / de errar, no ha descifrado el laberinto / singular y plural, arduo y distinto / del tiempo, que es de uno y es de todos. / Soy el que es nadie, el que no fue una espada / en la guerra. Soy eco, olvido, nada”. En su inolvidable cuento, “El jardín de senderos que se bifurcan”, incluido en Ficciones, agrega: “creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades […]. El tiempo se bifurca hacia innumerables futuros”.

En cuanto al ingenio para narrar, el escritor argentino desarrolló un estilo personalísimo que destaca por sus líneas dramáticas y circulares: el principio es el fin de otro principio, en donde las historias contienen otras historias; incluso también pensó a modo de divertimento: “libro y laberinto eran un solo objeto”.

El mayor enigma que guarda todo laberinto consiste en sortear los caminos engañosos, llegar a su centro e intuir el sendero a la salida. Pero el recorrido cobrará sentido hasta que se revele qué encontraremos dentro. En la narración cretense se trataba de encontrar la muerte para uno, la gloria para el otro. Por lo tanto, el enigma reposa en la importancia de la otredad: los destinos tomarán el rumbo final hasta que nos descubramos en la mirada del otro. Si pensamos el símbolo en la actualidad, el laberinto es la significación del hombre contemporáneo y su mundo desgajado; la perplejidad de estar extraviado en el tiempo y el espacio, esperando que le sorprenda la muerte como al Minotauro. Son evidentes, hoy más que nunca, las inclemencias que impone la aldea global, el laberinto hipermoderno, a cualquier ser humano: el pánico a no tener identidad, a no ser reconocido como parte de alguna tribu física o virtual, ahora es desbordado. Los individuos están ansiosos por entrar en los lineamientos del otro, del statu quo: salir de un laberinto para entrar a otro. El miedo a no ser nada, al desierto de lo real, arroja a los individuos a perderse entre los muros de la banalidad y los espejismos de las modas efímeras.

En ese sentido, Octavio Paz escribió una de las grandes obras de nuestro siglo xx: El laberinto de la soledad. Un periplo filosófico y poético por la historia laberíntica de México. No es fortuito el título del considerado hasta el día de hoy la radiografía del ser mexicano. El mexicano, dice Paz, desde que nace se siente solo, porque entre el mundo y él hay una muralla: la conciencia. “El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, lejos de los demás. Lejos también de sí mismo”. Y ese sentir laberíntico cobra rostro en la orfandad, en el sentir que ha sido arrancado de sus dioses, del tiempo primigenio; por eso la urgencia de búsqueda, necesidad de fuga y de retorno: “tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación”.

El mexicano sufre colapsos pendulares entre la tristeza y el rencor silencioso, los dioses se han ido y la soledad domina. Solamente lo diferencia del Minotauro el desdén a la vida, y la indiferencia a la muerte. En palabras de Paz: “La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora”. El laberinto que habita el mexicano lleva quinientos años, él mismo lo erigió, él mismo lo puebla y lo vigila. Nada más cruel que ser prisionero y carcelero. Ante su historia que hundió al mundo prehispánico con la conquista, al mundo del Virreinato con la Independencia, y al criollo con la Revolución, el mexicano se asumió un hijo de la nada: ahí radica su laberinto, en lo cerrado, en la negación. Con todas sus fuerzas evita lo abierto, donde los opuestos se fusionan, se reconcilian y producen la identidad.

Quizá El laberinto de la soledad funcione como un espejo para entender a otras culturas. Es innegable su vigencia para desentrañar la cosmovisión del pueblo mexicano, pues sirve incluso como el hilo de Ariadna para lograr salir del laberinto de nuestra historia. Apunta Paz a manera de conclusión que solamente por medio de la creación lograremos un lenguaje que responda a la realidad, que nos exprese, nos cohesione y nos renueve: “Tenemos que aprender a ser aire, sueño en libertad”.

La salida del laberinto, por muy desafiante que sea, será el diálogo con la otredad, más allá del mensaje que nos traiga: diverso, luminoso, contrario o doliente. En cualquier caso, la verdad de nuestro ser siendo representará el filo que abra la noche de nuestra historia. Al fin y al cabo, nos decía Nietzsche: “El valor de un espíritu se mide por su capacidad para soportar la verdad”.

Por Francisco Goñi

MasCultura 24-feb-17