Música fantasma

Música fantasma

09 de septiembre de 2020

Itzel Mar

Más mundo es el mundo si se escucha. El sonido magnifica todo: también lo que no existe. Si entendemos la conciencia como el diálogo establecido con uno mismo, entonces, fue un domingo, en el centro del día, en uno de los insólitos salones del Castillo de Chapultepec, con sus arcos pálidos y su piso de mosaicos en blanco y negro —como un ostentoso tablero de ajedrez—, cuando experimenté, quizá por primera ocasión, ese conocimiento regocijado de estar despierta, bien colocada en mí, prolijamente atenta. Tenía seis años y mi mamá nos llevó a escuchar un concierto de música barroca. Las notas comenzaron a volar y poco a poco invadieron el espacio, los muros, los ventanales, la luz. Los músicos agitaban sus instrumentos. Y los instrumentos brillaban. En mis oídos retumbaron los compases, y la suma de estos se convirtió en un satinado estallido de asombros.

Mi cabeza, mi abdomen, mis labios y mis pies vibraban de tal forma que pude sentir cómo el afuera se transformó en adentro. No entendía bien lo que estaba ocurriéndome: esa intensidad que me invadía, alteraba mi respiración y la sincronía de mis latidos. Las palabras estaban lejos. Finalmente, no opuse resistencia y me fundí en la música. Desde entonces, la sonoridad de las trompetas me recuerda que el mundo puede ser escandalosamente íntimo y bueno. “Lo que se aprende a costa del propio cuerpo no se olvida”, afirma Nicole Brossard. Esa sensación de alegría primigenia, en forma de sonido, golpeándome el cuerpo, aún me pertenece con la misma consanguinidad que en aquel domingo. Después de tararear mentalmente, durante años, algunas de las notas que recordaba, supe al fin el nombre de la obra: Music for the Royal Fireworks, de Handel.

El material de la música

¿De qué está hecha la música? ¿Por qué nos arrebata? El origen del sonido lo componen partículas en movimiento. La onda se propaga porque las moléculas de aire se mueven empujando a otras, vibrando alrededor de su posición inicial. El cerebro procesa el estímulo acústico como frecuencias en forma de tonos. Los sonidos graves corresponden a frecuencias bajas y, los agudos, a frecuencias altas. El oído humano capta un rango de frecuencias entre 20 y 20000 hercios (Hz) —estos son unidades de medición de ondas y vibraciones electromagnéticas—, aunque solo con mayor agudeza entre 2000 y 4000 Hz —donde se encuentra la resonancia producida por la voz—. Pero más allá de los detalles técnicos, nuestro apego a la música surge, quizá, por razones filogenéticas: seguimos siendo una especie elemental y rítmica. Marcel Duchamp sostiene: “La música no es una expresión superior del hombre; no es más que vísceras contra vísceras: los intestinos responden a la tripa de gato con la que está hecha la cuerda del violín”.

No hay manera de negarnos a escuchar. Imposible cerrar los oídos como cerramos las manos o los ojos. La lengua materna compartida universalmente tiene la forma de una melodía, tanto como el itinerario de nuestros afectos personales. La música nos revela el mundo que la palabra no puede. Donde el universo se vuelve eco, donde se fusionan los sentidos con las posibilidades del tiempo, y no es necesaria la razón para el conocimiento de la realidad, comenzamos a oír las notas. “Es improbable que la música te decepcione”, dice la doctora María Eugenia Ávila. Sí, porque musicar es una de las maneras más dichosas en las que se comporta el espíritu humano.

Músicos

Han existido personajes para quienes la música no sólo es gozo sino la totalidad. El 7 de mayo de 1824, en el Kärntnertortheater de Viena, se estrenó la Novena sinfonía, de Ludwig van Beethoven. Completamente sordo, el compositor observaba soplar a los músicos de los instrumentos de viento, y mover los brazos con fuerza a los percusionistas. Los intérpretes de la sección de cuerdas parecían mimetizarse con la cadencia de las partituras. Las bocas de los cuatro solistas se abrían alternadamente, con la potencia de la precisión, y a ellas se sumaron las muchas de los cantantes del coro. Beethoven contemplaba su música, los sonidos que no podía escuchar. Al final, los aplausos y los rostros extasiados del público volvieron infinito ese momento. Y la Novena sinfonía se convirtió en la obra a elegir cuando surge el deseo de sentirnos inmensos.

El extraordinario compositor alemán nació en Bonn en 1770. Los últimos 27 años de su vida padeció una sordera progresiva. Sin embargo, en este período compuso sus piezas más significativas. Los dictámenes científicos modernos indican que Beethoven sufrió una posible degeneración del nervio auditivo causada por plomo, el cual se añadía al vino, entonces, para mejorar su sabor. Algunos investigadores han catalogado el repertorio beethoveniano como música fantasma, producto de la alucinación musical. Esta patología neurológica —poco estudiada— es un tipo de alucinación auditiva en la que impera la repetición obsesiva de sonidos o música, generalmente asociados con recuerdos de la infancia o la juventud. Suelen padecerla adultos mayores o personas que han perdido, en algún grado, la audición.

En Musicofilia, Oliver Sacks nos revela algunas de las complejas relaciones entre el cerebro y la música. En su capítulo dedicado a las alucinaciones musicales, conoceremos las insólitas historias de pacientes cuya percepción acústica ha sido distorsionada porque es imposible apagarla. Beethoven nos confiesa: “Los tonos suenan, y me rugen y me atormentan mientras no los haya puesto en notas”. Es verdad, sólo al ser desenmascarados, ciertos fantasmas se desvanecen.