Justicia es una palabra gaseosa, inflamable. Después de escucharla muchas veces al día en los medios de comunicación, puede resultar irritante para las mucosas y los hipocondrios. Es un sustantivo engolado. A veces, se utiliza de manera decorativa en discursos y conversaciones, sobre todo de funcionarios, abogados y toda clase de activistas de derechos humanos.
Como principio moral, la justicia enaltece el respeto a la verdad, la equidad y la suma de criterios que permiten un marco adecuado para la convivencia humana. Aristóteles dice de ella que es la “igualdad proporcional”, el jurista Ulpiano la nombró “una constante y perpetua voluntad de darle a cada quien lo que le corresponde” y Cicerón la llama “el hábito del alma que otorga a cada quien su dignidad”.
Así, la justicia quiere ser siempre un mérito. Iconográficamente ha sido personificada en una dama ostentosa que sostiene en su mano derecha una balanza, símbolo de equilibrio; y en la izquierda, una espada de doble filo que representa el poder y la razón. Esta mujer lleva vendados los ojos; imparcial y ciega, muestra plenamente su confianza en el cumplimiento del derecho.
Sin embargo, hoy, la justicia encarnada en modelo de perfección es sólo un pretencioso deseo. Frecuentemente, donde alguien la nombra es porque falta. Y se ha convertido, pues, en plegaria y conjuro. También, en ciertos espacios marginales (cárceles, juzgados y nosocomios) suele ser entonada como un réquiem.
La salud no sólo significa ausencia de enfermedad, es la suma de un aceptable bienestar físico y mental; derecho universal que cada persona tiene a gozar de autonomía sobre sus capacidades y acciones. Por lo tanto, la dignidad y la salud son equivalentes.
No hay prosperidad para un pueblo enfermo. De esta forma, la prioridad de todo gobierno debe ser proporcionar a sus habitantes los más cordiales y eficientes servicios sanitarios: justicia para los cuerpos. El vínculo entre derechos humanos y salud es muy claro. Sin embargo, ese nexo estrecho suele ser falso. En nuestra cultura es incalculable la frecuencia de atropellos a las prerrogativas de las personas. La atención médica no es una excepción. A pesar de que en la actualidad existe una mayor cobertura en materia de seguridad social, así como un alto nivel de exigencia en la formación de especialistas y más recursos para la investigación, la medicina institucional es precaria y altisonante; metáfora del país desmejorado en el que vivimos. Y la medicina privada no es la panacea; muy pocos tienen acceso a ella y, en algunos casos, deja de ser un servicio y se ejerce tan sólo como negocio.
Se considera iatrogenia al daño en la salud provocado por una acción médica voluntaria e involuntaria. Se deriva del término griego iatrogénesis, que significa literalmente “provocado por el médico o sanador” (iatrós: médico, y géneia: origen).
Entre las causas más comunes de iatrogenia se encuentran el ejercicio inadecuado de intervenciones, la interacción de medicamentos, los diagnósticos erróneos, los tratamientos no seguros y el no contemplar los efectos adversos de las terapéuticas.
En su vertiginosa revolución, la medicina se enfrenta constantemente a la contradicción de hacer el bien, a pesar de los estragos que se generen con tal fin. Albert Einstein afirma que “el progreso ético es la única cura para el daño producido por el progreso científico”. La riqueza tecnológica que caracteriza a nuestra época impone una contradicción con lo humano; es muy costosa, no está al servicio de todos y su producción genera un sinfín de cuestionamientos éticos.
En los años setenta del siglo XX, el polémico pensador austriaco Iván Illich, en su célebre Némesis médica, ya nos advertía que la medicalización de la vida responde a los intereses de la industria y la política, por lo tanto, es el origen de la iatrogenia. Texto fetiche, todo un clásico de la herejía científica; lectura obligada para todo aspirante a galeno.
La práctica de la medicina es riesgosa por naturaleza; no se trata de satanizarla porque sí. En todo caso, recordemos algunas lecturas. La peste (Editores Mexicanos Unidos), de Albert Camus; conmovedora alegoría sobre el sentido de la existencia humana y la solidaridad frente a la devastación de la enfermedad. El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Anagrama), de Oliver Sacks; relato de exquisita sensibilidad, sobre las particularidades de veinte pacientes con graves afecciones neurológicas. Y de reciente aparición, Ante todo no hagas daño(Salamandra), del neurocirujano inglés Henry Marsh; un paseo con sentido humanista por el ejercicio de la medicina y sus potenciales inconvenientes; entrañable invitación a mantener más vigente que nunca la máxima hipocrática: Primum non nocere.
La medicina patógena padece descuidos y falta de ética; se cura al refrendar un compromiso genuino con el paciente. En la enfermedad, sugiere Sergio Pitol, estamos obligados a permanecer pendientes de la vida, momento a momento, pero excluidos de ella.
Este texto fue escrito por Itzel Mar y publicado originalmente en el número 113 de Revista Lee+. Pueden leerlo en su versión digital dando clic aquí o en su versión física, disponible en todas las Librerías Gandhi del país.