EL DIARIO DE HELGA; una larga temporada en el infierno
La fuerza del testimonio es apabullante. No existe otra forma de escritura más directa y precisa. Nada se compara con haber estado ahí, en el corazón mismo de los acontecimientos, se desee o no. Hay quien hace hasta lo imposible por figurar en los anales de la Historia. Hay, por el contrario, a quien la Historia le llega de repente, sin pretenderlo, como un obstáculo ineludible o una pesadilla recurrente. Hay quien escribe para contar su propia historia, la historia producida por la Historia y ajustar cuentas con una realidad cruel, despiadada o injusta. Es el caso, por ejemplo, de Helga Weiss, una niña checa de ocho años que en su Diario retrató, con palabras y dibujos, la vida cotidiana en el gueto de Terezín tras la expulsión de la comunidad judía de Praga y la supervivencia diaria en Auschwitz, Freiberg y Mauthausen, tres de los 39 campos de concentración y exterminio administrados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Gracias a libros, documentales y películas uno sabe —aunque en este tipo de temas el verbo es siempre demasiado pretencioso— qué ocurrió en Europa entre 1933 y 1945 con millones de personas que, de la noche a la mañana, fueron desplazadas de sus lugares de origen, despojadas de sus pertenencias, encerradas, humilladas, forzadas a trabajar en condiciones deplorables y asesinadas de manera brutal por miles de simpatizantes trastornados por una ideología inflexible y sanguinaria. Auténticos museos del horror, los documentos históricos al respecto son perturbadores, pues consiguen vislumbrar el lado oscuro del alma humana. “El Diario de Helga”, sin embargo, capta ese lado oscuro no desde el coraje o la ira, como probablemente se esperaría, sino desde el desconcierto y la inocencia propias de una víctima que permanece pávida ante lo que ve, oye y siente, lo cual lo vuelve más inquietante y conmovedor. Se trata, por muchas razones, de un testimonio que jamás se interesa por saber quién está detrás del brazo ejecutor del verdugo o qué hay más allá de su prepotencia y salvajismo. Por el contrario, cada entrada del diario, a pesar de las circunstancias, rezuma esperanza e ilusión, confianza en un futuro distinto donde se pueda caminar libremente por las bellas calles de Praga. Mientras muchos adultos hacían todo lo posible para evadirse de la espantosa realidad que los oprimía, muchos niños como Helga lo registraban todo con curiosidad y asombro, por más doloroso que fuera.
Hay un puñado de sucesos particularmente estremecedores en “El Diario de Helga”. El primero de ellos narra la llegada de un Transport —tren en el que se llevaban a cabo las deportaciones— al gueto de Terezín, proveniente de Polonia y cargado con niños cuyo aspecto era lamentable, desarrapados, tristes y con el rostro tan envejecido que resultaba imposible calcular su edad, que hablaban una lengua desconocida e inmediatamente fueron puestos en cuarentena y revisados por médicos y enfermeras para luego ser trasladados a otro sitio, probablemente a Auschwitz. Escribe Helga: “Durante todo el tiempo de la cuarentena se cocinó especialmente para ellos, se recogió ropa para ellos […] Se han ido. No nos enteramos de dónde eran, tampoco a dónde los habían llevado. De ellos sólo han quedado unos textos garabateados en la pared del edificio que apenas nadie consigue descifrar. Y, luego, ese rumor horrible y que no se acaba de explicar: ¡gas!”
Otro momento descorazonador se encuentra casi al final del diario, en donde Helga describe sus últimos días de cautiverio abordo de un Transport que viaja sin rumbo, buscando un sitio en donde deshacerse de la carga que lleva, cientos de judíos de aspecto cadavérico, cuando ya las tropas estadounidenses y rusas se aproximan amenazantes. Escribe Helga: “Ahora estoy peor, a cada momento alguien me pisa el pie y los sabañones duelen muchísimo. Me han pisado una ampolla en el dedo gordo, ha salido sangre. Me lo he envuelto en una vieja venda de las quemaduras de mamá. ¡Ya se le está curando, en esta suciedad! Hoy será la sexta noche en el tren, una semana en Triebschitz. Ya no aguanto más. Cada noche me lo quito de la cabeza, pero hoy lo haré. Saltaré bajo el tren en marcha, me suicidaré. No aguanto otra noche así. Pero, y si es el final, quizá hoy sea el último día. Lo intentaré otra vez.”
Helga Weiss, judía de origen checo, pasó siete años entre las fauces del nazismo. Fue liberada junto con su madre el 5 de mayo de 1945. Ese mismo día escribió en su diario: “La voces retumban y la gente repite, como en un éxtasis febril: PAZ, PAZ, PAZ… Me parece que todo canta. El bosque, la naturaleza, el edificio es más agradable, quiero bailar, gritar de alegría. Lo hemos conseguido. Hemos sobrevivido la guerra. HA LLEGADO LA PAZ.” Sin embargo, al igual que muchas otras víctimas del holocausto, perdió a familiares y amigos en los campos de concentración. Su padre, del que nunca más tuvo noticias, le escribió en uno de los pocos mensajes que pudieron intercambiar mientras se encontraban en Terezín: “¡Dibuja lo que ves!” y eso, en efecto, fue lo que Helga hizo: dar testimonio de su larga temporada en el infierno.
– Helga Weiss: “El Diario de Helga”. Traducción de Kepa Uharte, México, Sexto Piso, 2013, 206 pp.
Por: Lobsang Castañeda
Imagen: Portada del libro “El Diario de Helga”, de Helga Weiss.
Mascultura 23-Sep-13