Nocturno culto: “El fin de la oscuridad” de Paul Bogard
Me declaro amante de la noche aunque no necesariamente de la vida nocturna, pues es otra manera de prolongar el día, de ganarle horas. Hablo de la noche oscura y silenciosa, de la noche negra y reparadora, en la que muy poco o nada puede hacerse. Noche que propicia, en el mejor de los casos, la reflexión y, en el peor, el descanso, la regeneración de las fuerzas que nos permitirán continuar con el trajín diurno. Pero la noche, nuestra noche, ha sido invadida por la luz tanto como la atmósfera se ha visto asediada por la música ambiental, esa que le quita espacio al bello silencio y escuchamos sin querer. Nos hemos convertido en esclavos del candil, de la bombilla, de la linterna. Vivir de noche significaba algo muy distinto en el siglo XVIII, antes de la llegada del alumbrado público. Era la época en que las personas, al atardecer, dejaban de trabajar y se encerraban en sus casas para salvaguardarse de lo insondable, lo peligroso y lo extraño. Era la época en la que se preparaban para dormir a pierna suelta y soñar tranquilamente. Hoy, por el contrario, estamos siempre empapados por un brillo artificial que nos permite, en teoría, disfrutar más la noche y protegernos del peligro, aunque eso vaya en contra de nuestra naturaleza y nuestra salud.
“El fin de la oscuridad” de Paul Bogard es un magnífico estudio sobre la contaminación lumínica que, con el paso de los años, ha ido aumentando hasta volverse casi omnipresente. Se trata de un libro sobre los efectos de la luz artificial en el cuerpo y el espíritu y un flamante ensayo, escrito con pasión y franqueza, sobre la intensidad perdida de la oscuridad de la noche. Con un estilo personal, ameno, entretenido, jamás encorsetado en jergas especializadas, Bogard va plasmando recuerdos, anécdotas, datos útiles, impresiones de viaje y miniensayos sobre el ocaso de las sombras, al tiempo que realiza la crónica de un viaje hacia la zona más umbría de los Estados Unidos, el Valle de la Muerte, en California. De la mano de científicos, urbanistas, médicos, diseñadores, astrónomos, ambientalistas, empleados del tercer turno y simples pero necesarios contadores de historias, el autor va esclareciendo diversos fenómenos relacionados con el exceso de luminosidad y abordando temas tan delicados como el aumento del cáncer entre la población más expuesta a la luz artificial debido a una deficiente producción de melatonina, la paranoia provocada por la falta de luz, los motivos mercadotécnicos que nos han llevado a vivir en un día perpetuo, la incansable lucha contra el crepúsculo como motor de la tecnología y los ecocidios relacionados directamente con la utilización indiscriminada del alumbrado.
Aunque hasta hace muy poco no se tenían noticias de que la luz artificial fuera perjudicial para los seres vivos, hoy sabemos por libros como el de Paul Bogard que la interrupción de las etapas de la oscuridad nocturna —los crepúsculos civil, náutico y astronómico— son inexistentes en las grandes ciudades debido a que las luces están mal diseñadas y disparan su resplandor hacia todos lados, lo cual implica, además de un considerable malgasto de energía, un verdadero obstáculo para la visibilidad de peatones y conductores al reducir el contraste de las cosas en lugar de aumentarlo. En efecto, no se trata sólo de que ya no se puedan contemplar las estrellas u observar el cosmos, sino de que, en términos clínicos, la contaminación lumínica —definida como “cualquier efecto adverso de la luz artificial, incluyendo el brillo, el deslumbramiento, la invasión, el desorden de luz, la baja visibilidad por la noche y el desperdicio de energía”— es la causa de graves problemas de salud como el deterioro de la visión nocturna —es decir, “la forma en que nuestros ojos se adecuan conforme nos movemos de áreas luminosas a áreas oscuras”—, los trastornos del sueño y la atrofia de ciertos ritmos internos que controlan diversos factores fisiológicos, de comportamiento y metabólicos, los constantes dolores de cabeza, el letargo, la fatiga y el agotamiento extremo.
El hecho de que, “vistos desde los satélites, los continentes de nuestro planeta parezcan estar en llamas”, significa que el exceso de luminosidad artificial es un inconveniente severo que debería preocupar a los ecologistas de todo el mundo, pues pone en riesgo la biodiversidad al influir directamente en la vida de las especies en por lo menos cinco áreas: la orientación, la depredación, la competencia, la reproducción y el descontrol de los ritmos circadianos. Dormir en completa oscuridad no es un hábito sino una necesidad biológica que impacta directamente en la salud de los individuos y por ello resulta necesario advertir que, si bien el alumbrado público —encendido por primera vez en Pall Mall, Londres, en 1907— fomenta, por un lado, una mayor socialización, por otro hace posible algo que debería estar prohibido: la jornada nocturna en fábricas e industrias, el llamado tercer turno.
Finalmente, vale la pena decir que en “El fin de la oscuridad“ Paul Bogard se vale también de algunos autores literarios como Dickens, Virginia Woolf, Rilke, Tanizaki, Emerson, Victor Hugo, Isaac Asimov y sobre todo Restif de la Bretonne para explicar cómo la luz artificial ha modificado negativamente nuestra existencia en los últimos dos siglos, por lo que resulta necesario volver, en la medida de nuestras posibilidades, a una celebración cotidiana de la noche natural, a un oscuro y silente nocturno culto.
– Paul Bogard: “El fin de la oscuridad”. Traducción de Ana Paulina Chavira, México, Paidós, 2014, 359 pp.
Lobsang Castañeda
Mascultura 25-Jun-14