Select Page

Libros imaginarios de autores verdaderos (y viceversa)

Hace unos días, en una conocida librería de la colonia Roma, descubrí una caja de madera con forma de libro, que no es para conservar letras sino chucherías. Pensé en esas películas donde al interior de un libro hueco se esconde una botella o una pistola. Esta referencia a los libros ilusorios me recuerda que mi abuela me contaba con tristeza sobre esos ingratos despachos de abogado que están llenos de libros, pero de utilería; es decir, sus muros parecen rebosantes de hermosos volúmenes, aunque no son más que papel tapiz con ilustraciones de bibliotecas ficticias, con títulos verdaderos.

Los libros imaginarios han abundado en la historia universal y en la cultura popular. Por ejemplo, durante la reciente campaña electoral mexicana, dos de los candidatos presidenciales se jactaron de haber escrito sendos libros, pero uno de ellos nunca escribe nada más que tuits y el otro ni del título se acordaba. Siempre nos quedará la duda de si él escribió el libro realmente.

En las obras de Conan Doyle se citan libros que habrían escrito Sherlock Holmes o el maléfico doctor Moriarty. Es decir, un personaje ficticio escribiendo un libro igualmente ficticio. Algo semejante sucede en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (Ficciones, Debolsillo), de Borges, donde él y Bioy, ya convertidos en personajes de ficción, indagan en una fantástica enciclopedia que existe únicamente en el cuento.

La historia sin fin (Alfaguara), de Michael Ende, gira en torno a un libro que existe sólo imaginariamente. En la portentosa novela de John Irving, El mundo según Garp (Tusquets), la madre del protagonista escribe un mamotreto de mil páginas con el hermoso título de Sexualmente sospechosa. El libro se convierte inmediatamente en un éxito mundial y ella pasa de ser una modesta enfermera a convertirse en una lideresa feminista de proporciones épicas. El potencial de los libros imaginarios, o metalibros, es tan grande como la literatura misma. Desde luego, esto es más divertido que colocar tapices con imágenes de libreros, tan al gusto de los políticos.

Pero, por otro lado, ¿qué hay de los libros reales cuyos autores son ficticios, o cuando menos improbables? El primero que me viene a la mente es el libro más famoso de todos los tiempos y también el más leído: La Biblia. Los biblistas (especialistas en La Biblia) numeran unos 40 autores, 30 en el Antiguo Testamento y 10 en el Nuevo. Sin intenciones de enzarzarme en ninguna controversia teológica, no podemos obviar que esta obra es una antología de autores y relatos de distintas procedencias y épocas, y que no todo lo escrito ahí es tan original como suponemos. Por ejemplo, el relato bíblico de la creación es tremendamente similar al que se refiere en el Enuma Elish (Book Tree), poema de la mitología babilónica, redactado hacia el siglo XIII a.C., cuando hay algunos especialistas que afirman que el Génesis se habría escrito –probablemente– tres siglos después.

Por su parte, el cuento del diluvio “universal” ya se narraba en la Epopeya de Gilgamesh (Grupo Editorial Tomo), la obra literaria más antigua del mundo, escrita por los sumerios unos 2,700 años antes de nuestra era, es decir, diecisiete siglos antes de que el relato bíblico se comenzara siquiera a escribir. Entonces, ¿quién escribió qué? Por su lado, los Evangelios habrían sido escritos entre el año 65 y el 100 después de Cristo. Si admitimos que Juan, Lucas, Marcos y Mateo existieron y que eran aproximadamente de la edad de Jesús, esto quiere decir que tendrían una vejez sumamente avanzada para ese tiempo. Por otro lado, es sumamente improbable que hayan escrito lo que se les adjudica, ya que, de acuerdo con el propio relato bíblico, los apóstoles eran “hombres sin letras y del vulgo” (RVR. Hechos 4:13). No olvidemos tampoco los Evangelios apócrifos (Porrúa), que fueron compuestos por autores anónimos y se atribuyeron a Felipe, María Magdalena, Pedro, Santiago y Tomás. Lo trascendente de los relatos bíblicos es su contenido, aunque no con todos tengamos la certeza plena de quién los escribió: son textos reales que se les atribuyeron a autores improbables.

Pero si la reescritura de los mitos y cuentos populares se ha sucedido desde épocas antiguas, también hay escritores que gozan hurtando lo ajeno, sin reponer el debido crédito. Por ejemplo, Alfredo Bryce Echenique, quien no solamente plagió decenas de textos publicados por otros autores, sino que además hay quienes afirman que robaba cuadernos de apuntes cuando visitaba a sus amigos escritores. El saqueador intentó defenderse alegando que sus plagios eran una forma de halagar a sus víctimas. Arturo Pérez-Reverte ha sido acusado de incontables plagios, que incluso ha llegado a admitir, lo que no impide que siga siendo integrante de la vetusta Real Academia Española. Ahí está el caso de su amigo Sealtiel Alatriste, reconocido plagiario también, a quien el español incluso le dedicó un perso- naje: el Capitán Alatriste, en una historia de piratas. Por algo será. Cuando esta clase de “préstamos” forzados se llevan a cabo, estaríamos hablando también de autores falsos de libros verdaderos.

Aunque quizá la manera más ingrata de despojar a un autor de su mérito no es robándole la idea, sino quitarle la paternidad sobre ella, o su existencia misma. Como sucede con Homero, a quien algunos investigadores “le conceden” la autoría de La Ilíada (Biblok), pero le regatean La Odisea (Cátedra). O los bizarros que aseveran que William Shakespeare no existió o que, en todo caso, algunas de sus obras fueron escritas por su glorioso contemporáneo Christopher Marlowe, quien por cierto murió de una cuchillada en una taberna, a los 29 años. Pensemos también en el caso de Mary Shelley, hija de la feminista Mary Wollstonecraft y casada con Percy Bysshe Shelley. A la autora del ya inmortal Frankenstein o el moderno Prometeo (Cátedra) no faltó quien le dijera que una mujer no debía publicar libros desafiantes, o que lo hiciera con sobrenombre. Por su parte, Aurora Dupin publicó sus novelas con seudónimo masculino: George Sand. Fue una mujer de admirado talento e inmenso amor por la vida. Entre sus parejas se encuentran Prosper Merimée, Alfred de Musset y Frédéric Chopin.

Eso sí, mi dilecto inventor de escritores siempre será Fernando Pessoa, con sus numerosos heterónimos, entre los cuales destacan Álvaro de Campos, Bernardo Soares, Ricardo Reis, Alberto Caeiro o Antonio Mora. Cada uno de ellos tenía su propia identidad y biografía, además de obras rotundamente singulares. Quizá el caso de Pessoa sea el más radical de un escritor auténtico que inventó autores imaginarios para que escribieran obras verdaderas y geniales.

Este texto fue escrito por Edgar Krauss y publicado originalmente en el número 112 de Revista Lee+. Pueden leerlo en su versión digital dando clic aquí o en su versión física, disponible en todas las Librerías Gandhi del país.