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El futuro cumple cien años al menos dos veces

El futuro cumple cien años al menos dos veces

10 de diciembre de 2020

Alberto Chimal

Uno de los más extraños efectos de la literatura sobre el mundo es una idea: la de que el futuro puede entenderse como una especie de lugar, un destino al que por supuesto vamos a llegar, pero que también podemos anticipar, e incluso experimentar, desde el presente. El concepto no fue obra de una sola persona, pero debe haber comenzado con un impulso moderno: “adaptar” o “actualizar” la idea del porvenir que se encuentra, por ejemplo, en los antiguos textos proféticos.

En la Biblia se lee acerca de las visiones de Jeremías, Isaías y muchos otros; son relatos de las experiencias interiores de personas en estados alterados de conciencia. Según ellas, sus visiones eran de acontecimientos que aún no sucedían en su propia época. Entre el siglo XIX y el XX, muchos pensaron: ¿Por qué no crear historias –imágenes, todo tipo de discursos– en los que se haga lo mismo, pero mostrado como una experiencia objetiva? ¿Por qué no contar acerca de personas que viven en el porvenir, o que viajan a él?

Los primeros “futuros” de la literatura

La gran obra que abrió de par en par la puerta de esta innovación fue la novela La máquina del tiempo del inglés H. G. Wells, publicada en 1897. Su protagonista, por medios estrictamente tecnológicos, puede desplazarse por el tiempo como si éste fuera otra dimensión del espacio y llegar a un futuro remoto. No lo vislumbra: lo ve, lo huele, lo toca, lo pisa, está en él. Wells no es el primero que ambienta una narración en el futuro –hay ejemplos anteriores incluso en la literatura mexicana–, pero su influencia fue tal que a partir de entonces el concepto de “ir al futuro” se volvió un lugar común de la cultura popular en Occidente.

Menos de treinta años después, en 1926, el editor y empresario estadounidense Hugo Gernsback inventó el término science fiction –también conocido como sci-fi– para nombrar y vender las historias que publicaba en sus revistas. La palabra science (ciencia) califica a fiction (narrativa); las dos juntas deben entenderse como narrativa científica, historias impulsadas por el discurso y los conocimientos de las ciencias…, y en castellano las entendemos mal por una traducción apresurada, y decimos ciencia ficción, pero no nos metamos en esa discusión ahora. Lo importante es que el término inventado por Gernsback tuvo tanto éxito, dentro y fuera de Estados Unidos, que también se hizo parte de la cultura occidental y pasó a nombrar las obras de Wells y de incontables autores afines. Hace unos noventa años, pues, que existe la noción de que hay un grupo de obras narrativas dedicadas a imaginar el futuro al que podría llegar la especie humana mediante la aplicación de la tecnología.

El mismo Gernsback creía que sus historias servirían sobre todo para promover la educación científica y técnica entre lectores jóvenes –y mayoritariamente hombres y blancos, hay que decirlo–. Éstos serían seducidos por la noción de que el futuro a) sería inevitablemente mejor que el presente, más lujoso, más emocionante, y b) cierto tipo de conocimientos podrían convertir a cualquiera de ellos en parte de ese avance. La ciencia ficción empezó también como un subconjunto de la literatura con una fuerte carga ideológica de su país natal. Esta era una nación que crecía y que terminó por convertirse en potencia mundial, la más próspera y poderosa del mundo.

Las historias más típicas que ella se contaba –y se cuenta aún– de sí misma la tienen siempre de protagonista de la historia, única y excepcional, superior a todas las demás, gracias, entre otras cosas, a su tecnología: su boleto de entrada a un futuro siempre mejor, más venturoso.

Con el tiempo, la ciencia ficción se ha diversificado de muchas formas y se ha utilizado, incluso, para cuestionar las visiones optimistas del futuro que Gernsback promovía, así como las opiniones de Estados Unidos respecto de sí mismo y de su sitio en el mundo. Desde luego, este siglo XXI, y en especial en este año dislocado y pandémico, la mayor parte de la Humanidad ya no cree más en aquellas bendiciones del futuro, y más bien miramos con miedo lo que aún pueda venir.

Los centenarios

Pero resulta que la ciencia ficción sigue siendo utilizada en todo el mundo como un marco para el pensamiento acerca del futuro desde dentro de las artes; y algunas de sus figuras más importantes en la lengua inglesa siguen siendo recordadas.

Hugo Gernsback

Dos de ellas cumplieron sus centenarios en 2020: los escritores estadounidenses Ray Bradbury (1920-2012) e Isaac Asimov (1920- 1992). Ambos son famosos por razones muy diferentes, pero la trascendencia de sus obras es una muestra, al mismo tiempo, de la resistencia de la noción del futuro visible, imaginable, y de cómo los artistas individuales pueden apropiarse de ella y adaptarla para los fines más variopintos.

Ray Bradbury, por ejemplo, no tenía una formación científica,nunca la buscó e incluso se sentía incómodo con el calificativo de escritor de ciencia ficción. Además, escribió narraciones de muchos otros tipos : poesía, ensayo, guiones de cine y televisión, y hasta un tratado de escritura creativa –muy bueno, por cierto–: Zen en el arte de escribir. Para él, la tecnología, los personajes y entornos de la ciencia ficción no eran un fin sino un medio: los empleó, igual que a otras porciones de la cultura popular de su país –como el pay de manzana o el beisbol–, como ingredientes en narraciones muy personales, menos rigurosas que líricas, como sus Crónicas marcianas, Las doradas manzanas del sol o El hombre ilustrado. También creó escenarios distópicos como el de su novela Fahrenheit 451, pero ésta, de hecho, no es solamente una defensa de los libros y la lectura, sino una crítica de los medios masivos como la televisión: su argumento es antitecnológico, con lo que da la vuelta a una de las premisas fundacionales de la ciencia ficción.

Isaac Asimov, por su parte, sí se dejó encantar por las razones de Gernsback y de otros promotores tempranos de la ciencia ficción. Estudió bioquímica hasta llegar al doctorado, trabajó en investigación científica militar durante la Segunda Guerra Mundial, y combinó su carrera como escritor de cuentos y novelas con otra, aún más prolífica, de divulgador de la ciencia. Si Bradbury dejó imágenes memorables que actualmente se repiten, incluso sin pensar demasiado en su origen, Asimov contribuyó enormemente a la popularización de sus especialidades sin salir de ellas. Agregó al vocabulario de la especie humana palabras nuevas como robótica, que él inventó en su serie de cuentos Yo, robot; creó imágenes y escenarios icónicos como Trantor, el planeta cubierto completamente de edificios y que es una sola ciudad descomunal, que aparece en su serie de novelas de la “Fundación” y después se ha replicado –con otros nombres– en numerosos libros y películas. En su novela Los propios dioses, probablemente la mejor aunque no la más apreciada de cuantas escribió, discutió los peligros de la explotación irreflexiva de los recursos naturales y de la inercia de políticos y demás autoridades ante los problemas mundiales; ambos temas, desde luego, se han vuelto mucho más visibles y cruciales en nuestro propio tiempo.

Las viejas lecciones del futuro

¿Por qué se sigue recordando a autores como estos, incluso más allá de quienes son sus aficionados? Como se ve, ninguno de los dos, a pesar de su enorme popularidad y las muchas huellas que han dejado con su trabajo, se limitó a ser un propagandista del “futuro” o de las bondades de tal o cual tecnología. Habrá quien crea que la ciencia ficción no es más que eso: parienta de la publicidad del siglo pasado, que estaba repleta de productos de consumo que querían aprovechar la moda del porvenir, como plumas atómicas, tostadores supersónicos, tintorerías electrónicas.

Ray Bradbury

Isaac Asimov

Pero en este momento de convulsiones globales, y en el que además Estados Unidos vive una crisis profunda y tal vez irremediable –desigualdad económica, racismo, deterioro institucional, profunda polarización y enemistad social–, es aún más claro que nos hacen falta muchas reflexiones sobre cómo puede cambiar la especie humana, y cómo hacer que esos cambios nos lleven a situaciones mejores que las presentes.

 Lo mejor de las obras de Asimov y Bradbury, igual que las de Ursula K. LeGuin (1929-2018), Philip K. Dick (1928-1982), Octavia Butler (1947- 2006), Frank Herbert –quien también cumple los 100 en este año– y otros grandes autores de la ciencia ficción en lengua inglesa, es que son nuestros viejos heraldos del futuro. +