Columna Calle de León: "Ingeniero Ibargüengoitia"

Con sólo escribir el título he logrado un absurdo y, sin embargo, consta en la biografía que Jorge Ibargüengoitia iba para ingeniero.

No intentaré explicar el milagro de su literatura como un ejemplo de resistencia de materiales o albañilería de tramas o colado de personajes o, incluso, el andamiaje impalpable de la soberbia construcción no sólo de sus novelas, sino de las columnas que publicaba no una sino dos veces a la semana, esos pequeños ensayos de bolsillo y crónicas condensadas. Lo que sí es cierto es que no cuadra presentar o imaginarlo de ingeniero porque basta leerlo para sentir una gratitud instantánea por absolutamente todo lo que escribió y sí, quizá, imaginar que su formación inoculó una rara mecánica de trabajo que pocos conocen.

Me consta que de niño jugaba con mi padre y mis tíos en Guanajuato y luego en el exilio de ambas familias en la Ciudad de México, y que por delante de toda teoría literaria habría que asentar que se trataba de una pandilla que vino al mundo para divertirse, no sólo con juegos inventados de caballería en las azoteas sino con aventuras que leían sacándole jugo a cada juego de palabras. Consta también que Jorge era capaz de tirar a la basura todas las cuartillas acumuladas, ya de una obra de teatro o incluso de una novela, y volver a empezar desde cero por el solo hecho de que la trama no cuajó. Es una prueba de que Ibargüen no era autor de los que recurren a andamiajes falsos o transas en el cemento, y dice Joy Laville que era además escritor que narraba hilos de cuentos o enredos de novelas a los taxistas que abordaba por azar (en México o en Francia) y que esas conversaciones eran puestas a prueba de la solidez de los edificios narrativos que llevaba en la cabeza.

Quien no ha leído a Jorge Ibargüengoitia tiene abierto el salvoconducto que renovamos todos al releerlo. Una literatura que se expande a partir de las obras de teatro, pues abandonó la ingeniería para soñar que sus historias serían escenificadas, en parlamentos con actores y escenografías variables. Dicen que su maestro Rodolfo Usigli lo instó a que se cambiara el apellido porque no cabría en las marquesinas, y por ésa y otras bromitas que le fueron llenando de piedritas el camino se sabe que Ibargüengoitia terminó por reconocer que “era bueno para los diálogos, pero no para dialogar con gente de teatro”. Esa afortunada marea lo motivó para sentarse a cuajar novelas, una por una, pequeñas joyas de algo que espero ser capaz de argumentar: son historias hilarantes, llenas de una chispa incandescente de buen humor que no por ello debieron insinuar que estábamos ante alguien “chistoso”. Así como muchos de los grandes sarcasmos de la literatura inglesa diferencian el buen humor del mero chistosito, así también es lamentable que en su tiempo no pocos lectores acudían a las conferencias de Ibargüengoitia como si asistieran a un show cómico y eso le molestaba.

Por celebrar sus cuentos es ejemplar y envidiable la capacidad que tuvo para convertir en literatura la anécdota, la vera realidad que vivió en tal o cual situación, la verdadera desgracia de un amor contrariado entre las faldas de una gordota y convertirlo en relato no sólo palpable sino creíble y tan risible como los increíbles avatares que siguen padeciendo hasta la fecha los que piden una beca para estudiar en Estados Unidos. De ese mismo hilo está confeccionada la novela Las muertas —que es A sangre fría de Capote a la mexicana—, basada en el expediente judicial y los recortes periodísticos en torno a los famosos crímenes de Las Poquianchis que retumbaron en noticieros de todos el mundo.

Hay días en que creo que mi lectura favorita de todas las obras de Ibargüengoitia son las piezas que compuso para niños, y otros en que no sin envidia me convenzo de la suprema maestría de Dos crímenes, una novela que fue reseñada y altamente recomendada por Octavio Paz en la revista Vuelta apenas salió de la imprenta. Luego hay días en que no puedo menos que sincronizar con cada párrafo de Estas ruinas que ves, no sólo por conocer a la mayoría de los personajes reales que la inspiraron sino por compartir una biografía colectiva y familiar que parece una extensión de sus páginas y, al día siguiente, juro que Los relámpagos de agosto o Maten al león son dos de las principales razones por las que decidí estudiar Historia y no en balde sucede el detalle de que Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia —la obra maestra de mi maestro Luis González— recibió su primera reseña nada menos que de la pluma de Ibargüengoitia en su columna de Excélsior. Ya que menciono el periódico, añado que hay días en que creo que lo que más me gusta de Jorge es tomarlo como ejemplo diario e intentar estar a la altura de su clara sombra en el trajín y en la trinchera de la adrenalina del periódico, escribir columnas en ese tono que Juan Villoro ha definido como literatura con prisa y sincronizar con ese duende (bien degustado por Jorge Ibargüengoitia) en donde uno debe procurar escribir mejor que todo aquel que escribe más rápido que uno, pero también escribir más rápido que todo aquel que escriba mejor que uno.

Hablo de un hombre polifacético que no deja de sorprender. Un autor que conquista lectores nuevos no por los artificios de la mercadotecnia, sino por el contagio implacable que produce la instantánea recomendación cada vez que alguien cree descubrirlo. Lo leemos como espejo fiel de la vida de un México que ya no existe y al mismo tiempo termómetro de todas las corrupciones, enredos y surrealismos que nos rodean inevitablemente así pasen los siglos. Lo leemos como quien habla en el mismo tonito con el que nos hablamos a solas o carcajeamos de sobremesa y sobre todo, lo leemos con la agradecida sonrisa de que no pasa un solo día sin reconocer que nos hace falta.

Por Jorge F. Hernández

MasCultura 22-ago-16