"Kirby y compañía: Notas al pie de página de un ensayo no escrito sobre superhéroes"
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En el principio fue la palabra. Y la palabra se unió a la imagen. Y se entrelazaron en una delicada espiral y esa unión engendró en 1896 un Niño Amarillo. Habían nacido los cómics. Y vieron que era bueno.
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Casi cuarenta años después, en 1938, dos jóvenes estadounidenses —judíos, para añadirle sabor mesiánico al asunto— fantaseaban con la idea de vender una tira cómica para los periódicos. Era la época dorada del género: Flash Gordon, Dick Tracy y Tarzán dominaban los diarios. Héroes todos, ninguno súper.
Jerry Siegel en el guión y Joe Shuster dibujando intentaron durante años vender su idea a las distintas agencias distribuidoras de tiras, y fueron rechazados en todas. Cuenta la historia que Harry Donenfeld, editor de las nacientes revistas de historietas que solían compilar material ya publicado en los diarios, buscaba material original.
Mediante su editor, Vin Sullivan, fue el único que se interesó en la propuesta de los muchachos. Les ofreció ciento treinta dólares por los derechos universales (en ese momento muy buen dinero). Ellos aceptaron.
Vendieron a su hijo y nunca pudieron recuperarlo. Ambos murieron en la ruina. El nombre del personaje ya lo intuyen todos: Superman.
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Superman no sólo transformó la industria editorial, engendrando el gigantesco mercado de las revistas de historietas. También se convirtió en un referente cultural potentísimo. Alguna vez Norman Mailer dijo que una de las grandes aportaciones de los Estados Unidos a la cultura mundial son los cómics. Yo me atrevo a agregar que otra es el meme* de los superhéroes.
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Puedo ir más lejos aún: igual que el cristianismo, el socialismo y el psicoanálisis, los superhéroes son una aportación judía al mundo. Además de Siegel y Shuster, la otra dupla más importante de escritor y dibujante en la historia de los superhéroes también estuvo formada por dos judíos: Stan Lee y Jack Kirby —quienes en realidad se llamaban Stanley Lieber y Jacob Kurtzberg. Pero volveré sobre ellos más adelante.
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Desde luego, el gran éxito de Superman habría de provocar la aparición de cientos de imitadores, la mayoría de ellos hoy olvidados excepto el mejor de todos, Batman, creado por el dibujante Bob Kane —también judío— por encargo específico de la misma editorial de Superman (en aquel entonces National Periodicals, hoy DC Comics).
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Me obsesiona el hecho de que tanto Superman como Batman sean huérfanos como muchos de los grandes héroes de la mitología, pero de ello puede hablar mejor Joseph Campbell. ¿Por qué se repite esta característica? Hay quien ha ido tan lejos como para establecer paralelismos entre Superman y Cristo: ambos judíos, los dos venidos de los cielos, ambos hijos únicos de un padre poderoso. Uf.
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Batman opera como una especie de Lucifer para Superman. Es todo lo contrario al Hombre de Acero: un ser de sombras construido alrededor de la sed de venganza. De niño atestigua el asesinato de sus padres a manos de un asaltante de poca monta. Jura venganza y al llegar a adulto toma la decisión más lógica: brincar por las azoteas disfrazado de murciélago, combatiendo el crimen.
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Hablando de obsesiones, hay una más que me azota. Puedo entender las máscaras y antifaces pero, ¿por qué las capas, por qué los calzones por encima de los pantalones? Grant Morrison, guionista de cómics, ofrece una explicación al vuelo (valga la expresión): en el momento en que se crea a Superman, finales de los años treinta, la cultura circense aún está en boga. Capas, mallones y calzones encima de éstos forman parte del ajuar de todo hombre fuerte o trapecista que se respete.
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Durante décadas los cómics de superhéroes tendrán habituados a sus lectores a historias bobaliconas. Hombres y mujeres de capa y antifaz poblarán las páginas de miles de revistas impresas “en glorioso tecnicolor”, como decía Rius. En los años sesenta, los antecitados Kirby y Lee habrían de revolucionar el mundo de los superhéroes, introduciendo una serie de elementos novedosos: (a) Personajes complejos enfrentados a problemas cotidianos. (b) Historias situadas en lugares reales, concretamente en Nueva York, no en ciudades ficticias como Metrópolis, Ciudad Gótica o Central City. (c) Eliminarían las capas en la mayoría de sus personajes (y las máscaras en muchos de ellos).
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En su célebre ensayo Para leer al Pato Donald, Ariel Dorfman y Armand Mattelart dirigen sus baterías contra el pato neurótico más famoso de la historia. Creo que cometieron un error: Donald siempre representó al mal estadounidense. En cambio, Superman y compañía representaron desde el principio los ideales de una sociedad militarizada, a saber, complexión atlética, lealtad incondicional a los valores nacionales y el arrojo para defenderlos hasta la muerte. No es coincidencia que el Capitán América, el supersoldado gringo, haya surgido en plena Segunda Guerra Mundial como instrumento de propaganda bélica.
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Los superhéroes, ya lo decía al principio, son un fenómeno profundamente estadounidense, que difícilmente puede exportarse a otros contextos como no sea en forma de parodia o pastiche. A veces pienso en ellos como el futbol americano de la NFL: un deporte muy popular en todo el mundo, pero que, a diferencia del beisbol o el basquetbol, sólo se practica de manera profesional en los Estados Unidos. La razón me elude, pero puedo aportar como evidencia el fracaso de la línea profesional de futbol americano en Europa (¿alguien recuerda a los Dragones de Barcelona?) así como la ausencia de superhéroes en otras tradiciones historietísticas como la japonesa, la sudamericana y la europea. Intuyo una correlación ahí; sin embargo, soy incapaz de atisbarla.
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Sé que quizá el nombre de Jack Kirby no debe decirle nada a prácticamente ninguno de los presentes. Su nombre, sin embargo, es reverenciado entre los entusiastas de los cómics como el más importante dibujante del género de todos los tiempos. Jamás reconocido en vida como merecía, su aportación a la gráfica popular estadounidense no tiene parangón y su ADN creativo corre por las venas de todos los autores de superhéroes. Su dibujo, igual que el de José Luis Cuevas, por ejemplo, no es fácil de ver. Sus imágenes, construidas a partir de pesados bloques geométricos, con igualmente pesadas sombras de tinta negra aplicadas en plastas, son un gusto adquirido que, una vez que se le da el golpe, provoca adicción.
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A Kirby lo ha seguido un ejército de escritores y dibujantes que han construido una mitología compleja, enredada y siempre abrumadora para el que se aproxima por primera vez.
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Dividida en dos universos, Marvel y DC, esta moderna saga multiplica sus ramificaciones fractales cada mes, cuando se añaden nuevos capítulos en cada número mensual de las aventuras de todos estos personajes.
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Los superhéroes cumplen ciclos más o menos senoidales cada veinte años. Al inicio son ingenuos hasta la exasperación. Poco a poco ganan complejidad, aparecen creadores que buscan explorar las posibilidades narrativas del subgénero. Los personajes enmascarados sorprenden con sus capacidades literarias, y cuando parece que darán un gran salto cualitativo como medio de comunicación, regresan al punto de inicio y empiezan de nuevo.
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La lista de autores importantes dentro de este campo es gigantesca, pero si me pidieran nombrar a dos que vale la pena conocer desde fuera del gueto, dos grandes lugares comunes, nombraría además de los ya citados a Frank Miller con The Dark Knight Returns, donde un Batman envejecido vuelve a hacerle justicia por mano propia a Ciudad Gótica tras un retiro de diez años, y Watchmen, donde Alan Moore (con dibujo de Dave Gibbons) plantea un universo alterno donde sí existieron los superhéroes (y suceden cosas horribles). Agregaría a mi lista a Mike Mignola con Hellboy.
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Pero su friki de confianza le puede dar listas mucho mejores que la mía. Actualizadas hasta el día de ayer.
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Escribe Grant Morrison: “La ciencia de los superhéroes me enseñó que universos enteros caben cómodamente en nuestros cráneos. No sólo uno o dos sino universos infinitos pueden envolverse en ese hueco oscuro, húmedo y óseo sin quebrarlo desde dentro. El espacio de nuestras cabezas se estirará para acomodarlos a todos. El auténtico umbral de la quinta dimensión siempre estuvo ahí. Dentro. Ese infinito espacio interior contiene todo lo divino, lo alienígena y ajeno a este mundo que necesitamos”.
Yo suscribo.
*Entendiendo meme como un trozo de información cultural que se autorreplica en correspondencia con los genes, como lo enunció Richard Dawkins en El gen egoísta.
Por Bernardo Fernández, Bef
MasCultura 28-sep-16