El librero del futuro

El librero del futuro

04 de diciembre de 2020

José Luis Trueba Lara

Desde hace más de un siglo se anuncia que las bibliotecas personales perderán su sentido y que, en el mejor de los casos, mutarán en una serie de archivos que flotarán en una “nube” localizada en un lugar ignoto. Los que así piensan están seguros de que los libreros desaparecerán y los ejemplares tatuados con las marcas de sus lectores se convertirán en parte de un museo donde serán exhibidos junto con los pedernales y las imágenes de los dioses sanguinarios que se adoraban en la antigüedad. Según ellos, el poder del mouse o el del índice deslizándose sobre una pantalla apocan la fuerza que tenían las puntas de sílex, mientras que la red convierte a la biblioteca de Alejandría en una colección poco menos que infinitesimal.

¿El fin de los libros?

Hasta donde tengo noticia, en uno de sus cuentos, Octave Uzanne lanzó una de las primeras alertas sobre este fatal desenlace: “el fonógrafo —dice uno de sus personajes— probablemente destruirá la imprenta. Nuestros ojos están hechos para ver y reflejar las bellezas de la naturaleza y no para leer textos […]. Las bibliotecas se transformarán en fonografotecas”. El augurio de Uzanne se convirtió en realidad con la llegada de los audiolibros y su eco es la trompeta que muchos han tocado sin sentir un dejo de vergüenza: cada cierto tiempo, los expertos anuncian que el libro de papel tiene los días contados y terminará por transformarse en un conjunto de bits que harán innecesarios los libreros.

Octave Uzanne

Después de escucharlos un montón de veces, estos anuncios sólo me dan flojera: por más e-books que se vendan, su mercado es marginal en comparación del que tiene el libro de papel y, para colmo de las extrañezas, estos augurios casi siempre se hacen en una publicación que mereció la caricia de la imprenta. Escribir un libro para anunciar el fin del libro es una paradoja, por decirlo de una manera educada. Y, por si todo lo anterior no bastara para provocarme pereza, me parece que las novedades no son tan poderosas como a veces se piensa: hoy podemos seguir leyendo los rollos de papiro, los libros medievales con páginas de pergamino y lo mismo podemos hacer con los que nacieron en el siglo xix y el xx, cuando el offset y las rotativas se convirtieron en un asunto cotidiano y abarataron su producción de a deveras. Sin embargo, como las más flamantes novedades pronto se convierten en piezas del museo de los cachivaches, hoy ya no podemos leer —ni ver ni oír— aquello que nos deslumbró con su apantallante tecnología. Los reproductores están condenados a la más rápida de las obsolescencias, mientras que los libros de papel sólo necesitan al lector que de inmediato se transforma en su reproductor.

Aparentemente, no hay nada de qué preocuparse: los libreros continuarán existiendo y su vida es lejana de las especies en peligro de extinción. Sin embargo, esta idea tranquilizadora quizá no lo sea tanto, la arquitectura —que en el siglo xix permitió el señorío de la novela y la lectura silente gracias a la creación de la recámara como un lugar privado— hoy se ha transformado. Los espacios infinitesimales y el peso del minimalismo hacen casi imposible que las bibliotecas personales florezcan en las novísimas construcciones que apenas tienen unos pocos metros cuadrados de superficie. 

Lectores en peligro de extinción

Este hecho no es casual y va más allá de los costos de las casas. La profecía que Charles Nodier hizo en la segunda mitad del siglo xix ha comenzado a transformarse en una realidad amenazante. En uno de sus cuentos, él señalaba que los amigos de los libros estaban a punto de desaparecer de la faz de la Tierra, pero este hecho —curiosamente— no se debía a la aparición de una nueva tecnología, sino al señorío de una distinta manera de vivir y de entender la vida. Mientras los bibliófilos apreciaban las mudas conversaciones “con las mentes superiores que no requieren reciprocidad”, los nuevos pobladores del planeta formaban parte de una religión que tenía un tabú preciso: “la biblioteca que se reduce a una billetera llena a rebosar”.

Charles Nodier

La historia de Nodier no significa que los lectores tengan que vivir en una pobreza franciscana, ni que dediquen todos sus ingresos a alimentar el mal que los posee. El problema es otro: para la religión del dinero el tiempo es lo más valioso y, por lo tanto, no puede dilapidarse en ensoñaciones, en pláticas que no dejan nada, en divagaciones sobre las palabras que no se materializan en la chequera. El tiempo sólo sirve para hacer dinero y gastarlo, para tener conversaciones veloces y cambiar de tema gracias al movimiento del índice. Y, así como los enfermos del mal del libro nos convertimos en los esclavos de nuestras bibliotecas, los nuevos seres humanos se transformaron en esclavos de sus carteras y sus celulares. 

A pesar de esto, aún me queda un consuelo: los libros vieron caer imperios y religiones, las palabras escritas resistieron las persecuciones y los olvidos. Y, quizá por esta razón, verán la caída de los nuevos ídolos y registrarán su historia. Los bárbaros, cuando ya no tienen más territorios que conquistar, no tienen más remedio que volverse agricultores y cultivar una pequeña parcela en el mundo de los libros. +