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“El hombre en el castillo”, o la esperanza de los débiles

“El hombre en el castillo”, o la esperanza de los débiles

23 de octubre de 2020

Jesús Pérez Gaona

Hay toda una tradición de las novelas de conflictos diplomáticos en medio de la guerra, cuyo motor es la acción desenfrenada y los líderes con dilemas que cambian al mundo. El hombre en el castillo no pertenece a ese género. En esta historia, que le mereció la fama a Philip K. Dick, las grandes maniobras militares ocurren lejos de los protagonistas -que abundan- y parece que quienes dirigen el destino de aquella distopía actúan desde otra dimensión.

En El hombre en el castillo, K. Dick ejercita una literatura de las pequeñas cosas y de los hombres insignificantes, lejos de su propia tradición (androides, cohetes, otros planetas), bajo una premisa provocadora: ¿y si hubieran ganado los nazis? El jazz habría sido un rarísimo objeto de culto para coleccionistas, los japoneses verían a la cultura americana como una inferioridad efímera, el cine estaría lleno de estrellas alemanas y filmes de las proezas teutonas, y Estados Unidos -botín de los ganadores- habría sido divido en tres: el Atlántico para Alemania, el Pacífico para Japón y tierra «neutral» en medio de ambos.

Es en este lugar, los estados de las Montañas Rocosas, donde vive el autor de un libro prohibido y por lo mismo muy leído: The grasshopper lies heavy. Como el Jorge de Burgos de ‎Umberto Eco, para los supremacistas blancos no hay peor objeto clandestino que una novela sobre una versión distinta de la Segunda Guerra Mundial. En la adaptación de Amazon son películas. La paradoja no cambia: una ucronía dentro de una ucronía. Y lo terrible es que sí existe un relato alternativo en nuestra realidad: no fueron tanques americanos los que liberaron a París de la ocupación nazi, sino tanques republicanos españoles, y quien venció a los nazis en tierras alemanas fue la Unión Soviética, de cuyos ciudadanos se contabilizan 27 millones de bajas.

La langosta se ha posado, como se traduce la novela prohibida, encarna en el título la sobriedad, la lentitud y la densidad mediante la que se desarrollan las distintas historias de El hombre en el castillo: un espía alemán que viaja a California para advertir del inminente lanzamiento de una bomba de hidrógeno sobre Japón porque los alemanes no quieren compartir el gobierno del mundo, un diplomático japonés que se debate sobre la civilización que resultó tras la victoria de las fuerzas del Eje consultando obsesivamente el I Ching y cuyas contrariedades no son ajenas a las de cualquier persona que estudie al capitalismo del siglo XX tras el Holocausto, un vendedor de antigüedades que al descubrir una falsificación entre sus objetos cae en una crisis existencial que sólo podrá superar admirando un alfiler hecho por manos americanas.

Se trata de «una nueva visión del corazón», como revela el vendedor Robert Childan ante el diplomático Nobusuke Tagomi. Un alfiler, «la vida nueva de mi país», insiste uno de los derrotados ante uno de los vencidos. «Estas piezas son los apretados gérmenes del futuro». Es innegable que no sólo uno de los personajes, sino el propio Philip K. Dick usara el «libro de las mutaciones» para escribir la novela. Hay algo de la fe oriental en ello, esa disposición a contemplar el mundo detenidamente antes de actuar.

Quienes aseguran que el final y gran parte de la novela no llevan a nada, y los conflictos bélicos no son lo suficientemente abordados, olvidan que las intrigas de palacio y los delirios de los hombres en el poder pueden explicar el gran relato de la historia, no así el sentido de la vida que está lleno de ansiedades, preocupaciones, esperanzas anónimas de quienes -en gran medida como espectadores- vivieron la época, el momento. Como si a K. Dick le interesara escribir más sobre aquellos que reciben las malas noticias sobre el fin del mundo. El hombre en el castillo nos habla más bien sobre la recuperación lenta de los indefensos, sobre un nuevo comienzo «en semillas diminutas e imperecederas». +