Jane Austen, precursoras y herederas. La evolución de la mujer en la literatura inglesa

Por Anita Mejía
¿Qué piensas cuando escuchas el nombre de Jane Austen por la calle? O al abrir una revista y leerlo, o cuando pides una recomendación para tu próxima lectura y una avalancha de amigas te insiste en que Orgullo y prejuicio es tu mejor opción, y te da una lista de motivos mientras tú tratas de explicar que ya lo leíste e incluso hiciste una relectura.
O al ir al cine o buscar en tu plataforma de streaming favorita y notar que hay una nueva adaptación de alguna de sus novelas: Clueless (1995), Bridget Jones’s Diary (2001), Emma (2020), The Jane Austen Book Club (2007), Pride and Prejudice (2005), Northanger Abbey (2007), Becoming Jane (2007), Pride and Prejudice and Zombies (2016) y muchas otras.
Por años, el nombre de esta mujer nos ha perseguido hasta en sueños (pero de los buenos). Curiosamente, evocarla no provoca malas caras ni un “¡guácala!” ni un giro de ojos, sino todo lo contrario. Se ha vuelto un ícono cada vez más fuerte: en la cultura, en la sociedad, en nuestras mentes, pantallas… y hasta en el café —seguro ya existe un jabón Jane Austen—. Jane Austen es el Imperio Romano de nuestra generación.
¿Cómo sucedió que “By a Lady” pasó a ser la autora más popular de todos los tiempos?
La receta del mito
Hubo varios ingredientes para que Jane Austen se convirtiera en ese mito moderno tan querido. Como suele decirse, todo empieza en casa… ¿o no?
Sí, pero no exactamente.
Sabemos —por cartas, diarios y documentos familiares— que el ambiente en casa de los Austen era intelectualmente estimulante: se valoraban la conversación, la creatividad, el humor, el ingenio, la educación y la lectura. Poseían una colección de libros que abarcaba desde literatura clásica y contemporánea —de su tiempo—, novela y poesía, historia, viajes y religión. Y no menos importante —y necesario—, un hogar afectuoso.
Pero si esa fuera la receta para crear a una autora de renombre, ¿por qué fue la única de sus hermanos que trascendió las épocas con sus escritos?
Parte de la respuesta está en sus personajes. Ella se reescribió, se pensó y se reflejó en ellos: heroínas inteligentes, ingeniosas, con un fuerte sentido moral y del deber, pero también capaces de evolucionar a través de sus errores y experiencias.
Y, aun así, falta algo: el contexto. La genealogía literaria de mujeres que escribieron antes que Jane Austen y que ella leyó con atención. Y, del otro lado, esa larga lista de escritoras que crecieron leyendo a Austen, cuya influencia echó raíz en sus propias obras.
Pongamos manos a la obra y zambullámonos en esa doble corriente: la de las que la precedieron y la de las que vinieron después. Porque Austen es un punto de inflexión entre el romanticismo pasional del siglo xviii y la moralidad moderna del xix, entre la heroína impulsiva y la mujer racional y autoconsciente.
Antes de Jane Austen: la herencia del siglo xviii
Arabella, Lady Julia, Mary, Emmeline, Moll Flanders, Evelina, Roxana, Clarissa, Cecilia, Betsy… son sólo algunos nombres que vienen a la mente al pensar en las heroínas del siglo xviii. La mayoría fueron creadas por mujeres que, mucho antes de Austen, ya estaban tratando de entender los límites del comportamiento femenino en un mundo lleno de reglas sociales que comenzaba a encorsetarlas. Escribieron sobre el papel asignado a las mujeres por defecto y lo perjudicial que era salirse de él.
Las heroínas que creaban eran románticas y pasionales: mujeres que huyen y persiguen una fantasía, que “caen en desgracia” y tropiezan con su propio idealismo. Y también —aunque menos— las hay más formativas y racionales: mujeres que buscaban modelar la virtud.
Empecemos esta cronología con Charlotte Lennox, una ingeniosa autora que, a raíz de un experimento literario en el que feminizaba la figura del Quijote y sus deseos, logró crear uno de los personajes femeninos más llamativos e icónicos de su época: Arabella, The Female Quixote (1752). Arabella es una joven con el juicio trastornado por su obsesión con la lectura de romances heroicos franceses, al punto de ya no distinguir entre ficción y vida real. Charlotte Lennox se burla del exceso romántico, pero también lo celebra: Arabella representa esa imaginación sin freno que más adelante Jane Austen retomará en varios de sus personajes. Por ejemplo, la apasionada Marianne, de Sense and Sensibility, o Lydia Bennet, de Pride and Prejudice, que por idealizar a un caballero meten las cuatro patas —una acaba con el corazón hecho cachitos y la otra en medio de un escándalo—. O la audaz e irónica Elizabeth Bennet, que, aun siendo prudente en comparación, es sentenciada con la letanía de que tanta lectura podría distraerla de lo que debería ser su principal preocupación: el matrimonio. Y, por no dejar ejemplos en el bolsillo y siendo más directa, Catherine Morland, protagonista de Northanger Abbey, es básicamente una Arabella modernizada que ve fantasmas donde no los hay y cree estar dentro de una novela gótica de Ann Radcliffe, otra de las grandes influencias de nuestra querida Jane.
No puedo dejar de mencionar a la escritora Fanny Burney, una de las novelistas más populares del siglo xviii y quizá la influencia más directa de Jane Austen. Con Evelina (1778) y Cecilia (1782) estableció la norma de la “novela de modales”: una joven que entra en sociedad y debe aprender a interpretar los códigos de clase, los modales y la hipocresía de los demás. Fanny combinó el sentimentalismo con una observación social minuciosa y con humor. Utilizó lo cómico y lo vergonzoso —bailes incómodos, conversaciones torpes y personajes presuntuosos—, la tensión entre clases sociales, los malentendidos y heroínas que maduran sin perder el espíritu. Todos estos son elementos que podemos ver claramente en la obra de Jane Austen. Incluso Orgullo y prejuicio puede leerse como una versión depurada de Evelina, pero menos sentimental, más lúcida y más moderna. La influencia es inmensa.
Continuemos con “la genia de la literatura gótica” y autora de The Mysteries of Udolpho (1794), Ann Radcliffe. Además de popularizar el género, abrió un espacio psicológico para la mujer lectora y protagonista. Jane Austen la leyó en su juventud y comprendió tanto el atractivo como las exageraciones del gótico. En Northanger Abbey le rinde homenaje y, al mismo tiempo, la parodia: su protagonista, Catherine Morland, fascinada por el misterio y el terror, descubre que su entorno cotidiano resulta mucho más trivial. Jane adopta de Ann la idea de que la imaginación puede distorsionar la percepción de la realidad y que las emociones intensas pueden conducir al autoengaño, como le sucede a Emily St. Aubert, la heroína de Udolpho. Pero la influencia no se limita a esa novela: se refleja también en el gusto por lo sublime, la lectura, la poesía, la tensión y la construcción del misterio. Muchas de las heroínas más ingenuas y soñadoras de Jane, las historias ocultas, los secretos familiares, la figura del castillo o la casa como espacio de revelación moral —Pemberley, Mansfield Park, Northanger Abbey misma— fueron influenciadas, aunque con una pizca de ironía, por las largas novelas de Ann, que muchos tachan de lentas injustamente. Ann creó un universo femenino de contemplación y análisis: escribió a mujeres que hacen viajes larguísimos, jóvenes aventureras que enfrentan atracadores, vagabundos, maldiciones y tragedias, así como Austen enfrenta a sus personajes con caballeros embusteros, de doble moral, traiciones, malas intenciones y madres egoístas.
Otra notable influencia de Jane Austen, aunque menos conocida en nuestro tiempo, es Charlotte Smith. Con sus novelas Emmeline (1788) y Desmond (1792) le dio a Austen un modelo más político: sensibilidad con conciencia social. Fue de las primeras en hablar del divorcio, la ruina económica, la desigualdad y la educación femenina. Austen recoge ese contexto y lo convierte en lo que podríamos llamar un realismo con conciencia: detrás de los bailes y las herencias, siempre hay una crítica al destino limitado de las mujeres, una preocupación por la precariedad femenina —las herederas sin fortuna, la dependencia del matrimonio, la relación entre moral y dinero—. En Sense and Sensibility o Persuasion se ve esa influencia. Además, la habilidad de usar el paisaje como espejo de los sentimientos —el paseo en Persuasion, el campo en Mansfield Park— proviene de la estética de Smith. Austen admiraba su tono de tristeza contenida y su atención a las consecuencias materiales de la moral, aunque evitó su tono político más abierto.
Y antes de todas ellas estuvieron Aphra Behn, Eliza Haywood y los personajes femeninos de Daniel Defoe (Moll Flanders, Roxana) o Samuel Richardson (Clarissa). De ahí viene la figura de la mujer que actúa, que elige, que carga con las consecuencias. Austen hereda ese impulso, pero ya no escribe sobre el castigo de la pasión, sino sobre la integración entre emoción y juicio. Por eso, más que ruptura, ella representa síntesis.
Jane Austen: la síntesis entre pasión y razón
Austen toma todo lo aprendido del siglo xviii y lo filtra. El sentimentalismo, el exceso, la fantasía romántica: todo pasa por el colador de su mente.
Sus heroínas sienten profundamente, pero no se dejan arrastrar —aunque sí sus hermanas, amigas, vecinas o madres—. Son lúcidas, autoanalíticas, incómodamente observadoras.
La ironía en Jane Austen no es distancia emocional: es autodefensa. Donde las protagonistas anteriores se hundían en la emoción, las suyas la traducen en entendimiento, autoconocimiento y acción.
Las autoras y los autores que precedieron a Jane Austen forman dos vertientes complementarias que confluyen en su obra: la línea femenina, centrada en la experiencia privada, la sensibilidad y el lugar de la mujer en la sociedad; y la línea masculina, que aporta estructura, ironía moral y reflexión sobre el juicio. Jane absorbió ambas y las transformó en un sistema narrativo nuevo.
Por eso Jane Austen no niega el romanticismo: lo reinventa. Cambia los castillos góticos por salones de té y de baile, por mansiones elegantes y jardines majestuosos. Sustituye los barrios bajos, los burdeles o los campos de trabajo por casas de campo de clase media, calles del pueblo o de la ciudad.
Pero el conflicto sigue siendo el mismo: impulso contra razón. Sólo que ahora el amor y la emoción no se miden por su intensidad, sino por la madurez que despiertan.
Después de Austen: las herederas victorianas
Luego vinieron las herederas: las escritoras del siglo xix que leyeron a Austen como punto de partida. Tenemos a Charlotte Brontë, que, aunque afirmó no sentirse identificada con ella, expresó un rechazo que en realidad revela influencia profunda —podemos corroborarlo en algunas de sus cartas—. Admiraba su inteligencia, pero la consideraba “demasiado serena”. En Jane Eyre (1847) transforma esa serenidad en emoción y usa la pasión como brújula moral —me vuelven a la mente los personajes secundarios de Jane Austen, a los que suele juzgar, a través de sus protagonistas, con ironía.
Jane, como Elizabeth Bennet, es inteligente y reflexiva, pero también apasionada. Su reto no es sólo entender el mundo, sino enfrentarlo. El conflicto que plantea Charlotte entre deseo y razón, y la construcción del carácter moral femenino a través de la introspección, son una continuación del modelo austeniano.
Charlotte convierte la contención emocional de Elinor Dashwood en el fuego contenido de Jane Eyre. La estructura moral —una joven que se enfrenta a su entorno social y encuentra identidad a través de la integridad— viene directamente de Austen, aunque Brontë le añade pasión espiritual y rebeldía.
Si Jane Austen observaba desde la ironía, Charlotte se lanza desde dentro del torbellino; pero el andamiaje psicológico es el mismo.
Su hermana, Emily Brontë, en Cumbres borrascosas (1847), lleva esa tensión al extremo. Si Austen había logrado equilibrio entre emoción y razón, Emily lo rompe por completo y muestra el caos.
Las heroínas de Jane Austen y Catherine Earnshaw comparten una raíz: la voluntad indomable que choca con las convenciones. Jane había sugerido que el amor pone a prueba la virtud; para Emily, esa prueba se vuelve tragedia. Su universo emocional es desbordado, pero la idea de que el individuo debe leerse a sí mismo —el autoconocimiento como redención o perdición— es herencia directa de Jane Austen.
De las tres hermanas, Anne Brontë fue la más “austeniana” y moralista. En Agnes Grey (1847) y The Tenant of Wildfell Hall (1848) adopta el realismo doméstico, la crítica social desde lo cotidiano y la voz femenina racional que Austen perfeccionó.
Su mirada ética es más frontal, menos irónica, pero tiene el mismo origen: mostrar cómo la virtud femenina no es pasividad, sino conciencia y juicio moral activos.
Anne aprende de Austen la importancia de los pequeños actos —la conversación, la cortesía, la decisión personal— como campo de resistencia y convicción profunda.
En The Tenant of Wildfell Hall, su protagonista, Helen Graham, es racional, íntegra, guiada por principios personales más que por normas sociales: una versión austeniana puesta a prueba por la injusticia real, pero con una madurez emocional más plena.
No puedo continuar esta lista sin mencionar a una autora que nos sigue cautivando y es tan importante como la misma Jane: Elizabeth Gaskell. Ella es una heredera directa del “realismo moral” de Jane Austen.
En Cranford (1853) o North and South (1855), toma la estructura social que Jane exploró —las jerarquías, la educación sentimental, la movilidad moral— y la amplía al contexto industrial y laboral.
Gaskell convierte la casa en microcosmos social —como hacía Austen—, pero ya no se trata sólo de matrimonios y herencias, sino de clases y conciencia social.
Le da zoom a los problemas domésticos, la economía y los ideales contrapuestos de sus personajes. Sin Jane Austen, Elizabeth Gaskell no habría encontrado la fórmula para narrar lo íntimo y lo político sin perder humanidad.
La ironía suave, el equilibrio entre juicio y compasión, y el retrato a varias voces de la vida cotidiana son su legado más visible.
George Eliot (Mary Ann Evans), en cambio, profundizó en el realismo psicológico de Jane Austen e intelectualizó. Mientras Jane partía del comportamiento visible, George Eliot exploró las motivaciones internas, los dilemas de la conciencia y las tensiones entre deber y deseo. En Middlemarch, la herencia es evidente: un sentido ético sin moralismo, el análisis de la conciencia y las consecuencias de las decisiones personales.
Eliot admiraba la “justicia” narrativa de Jane —su manera de no juzgar con dureza, sino con inteligencia— y la llevó a su máxima expresión. Ambas concibieron la novela no como melodrama, sino como una forma de conocimiento del carácter humano.
George Eliot amplifica el método de observación paciente, la contemplación y la voz omnisciente reflexiva.
Dorothea Brooke es una versión evolucionada de Elinor Dashwood, de Mary y Elizabeth Bennet, de Anne Elliot —aunque éstas sin el mismo afán de servicio social—: analítica, ética, y con una inquietud espiritual más amplia. En sus manos, la ironía social de Austen se transforma en una meditación filosófica sobre la conducta y la compasión.
Virginia Woolf fue una de las herederas más directas de Jane Austen. Se declaró su lectora apasionada y la consideró su “madre espiritual”. En sus ensayos —A Room of One’s Own, The Common Reader—, reconoce que Jane fue la primera en escribir “como mujer, pero sin resentimiento”.
La huella de Austen se percibe en su tono: la voz que observa sin imponerse, la exploración del flujo interior —que Virginia lleva más allá de los límites explorados—, la aparente ligereza que encierra profundidad.
En Mrs. Dalloway (1925), por ejemplo, el uso del detalle, la atención al gesto y al ritmo social derivan directamente de Austen, aunque transformados por la modernidad.
Ambas convierten lo doméstico en espacio filosófico. Muchos de los primeros relatos más desconocidos de Virginia reflejan claramente ese ambiente social inglés descrito antes por Jane Austen.
Jane Austen, punto medio
Jane Austen, al final, es el punto medio entre dos polos de la literatura femenina inglesa: por un lado, las precursoras románticas que escribieron desde la emoción y la experiencia; por otro, las victorianas y modernistas que escribieron desde la conciencia y la reflexión.
Ella unió ambos mundos y los convirtió en literatura audaz, irónica y apasionada.
Jane Austen hoy
Actualmente, todos leemos a Jane Austen: los románticos, los escépticos, las lectoras feministas, la tía que sólo quiere entretenerse, tu papá, tu mamá, tu abuela, tu hijo, tu hermana. Y a todos nos gusta.
“By a Lady” pasó de ser anónima a la más popular y top de todos los tiempos. Sus novelas siguen adaptándose a películas, cómics, series, caricaturas; sigue apareciendo en revistas culturales, ferias del libro, debates, memes… y sí, se vende como nunca.
¿Qué sigue? ¿Hasta dónde llegará su huella? ¿Cuántas generaciones más la seguirán leyendo? ¿De qué forma influirá en las novelistas del futuro? No lo sé, pero me muero de curiosidad.
Recomendaciones
- Jane Austen’s Bookshelf: The Women Writers Who Shaped a Legend (2025), Rebecca Romney.
- Jane Austen at Home: A Biography (2021), Lucy Worsley.
- The Female Quixote (1752), Charlotte Lennox.
- Lady Susan (1817), Persuasion (1817), Sense and Sensibility (1811), Pride and Prejudice (1813), Emma (1815), Jane Austen.
- A Sicilian Romance (1790), Ann Radcliff.
- Moll Flanders (1722), Daniel Defoe.


Anita Mejía es una artista autodidacta y autora oriunda de Ensenada, Baja California. Su obra está fuertemente influenciada por sus gustos literarios, musicales, artísticos y el cine.
