¿Una taza de café con estos escritores? #JuevesDeListas
El café es más que una bebida: es un ritual, un punto de encuentro y, para muchos escritores, el combustible indispensable para crear mundos enteros. Ernesto “Che” Guevara lo resumió con ironía y contundencia: “Si no hay café para todos, no habrá café para nadie”.
Desde hace siglos, esta infusión amarga ha acompañado vigilias, desvelos y páginas en blanco que más tarde se transformarían en clásicos de la literatura. Se dice que la Ilustración no hubiera alcanzado tal intensidad sin el café que mantenía en vela a filósofos y escritores. Hoy, aunque cambien las cafeteras y los escenarios, la costumbre sigue siendo la misma: café en mano, cuaderno abierto, ideas que hierven como el agua en ebullición.
Honoré de Balzac, autor de La comedia humana, fue un devoto irremediable del café. Llegaba a beber hasta 50 tazas al día, convencido de que solo así podía sostener sus maratónicas jornadas de escritura de 15 horas. Incluso masticaba granos de café cuando no había tiempo de prepararlo.
Pero si de excesos hablamos, Voltaire superaba a su compatriota: entre 50 y 70 tazas diarias lo mantenían en estado de lucidez y sarcasmo, listo para escribir Cándido o el optimismo. La paradoja es deliciosa: el siglo de las luces brilló también gracias a litros de café.
Más cerca de nuestra época, J. K. Rowling encontró en The Elephant House, en Edimburgo, el refugio y la chispa para dar vida a Harry Potter. Entre sorbo y sorbo, la escritora tejió un universo que marcaría a generaciones de lectores.
El portugués Fernando Pessoa, en cambio, prefería el histórico café A Brasileira, en Lisboa. Allí escribía en servilletas o cuadernos, acompañado de un café y un aguardiente. Mientras miraba pasar a Ophélia Queiroz, su gran amor, el café se mezclaba con la melancolía de sus versos.
Federico García Lorca también frecuentaba cafés, a menudo en compañía de Dalí o Buñuel. Entre tazas y tertulias, el poeta granadino alimentó su imaginación y su vínculo con los círculos artísticos de su tiempo. El café era testigo de amores, debates y versos flamencos, como los del mítico Café de Chinitas.
El danés Søren Kierkegaard, por su parte, llevó la costumbre al terreno de la obsesión romántica. Acostumbraba beber café con grandes cantidades de azúcar y poseía una colección de 50 tazas distintas, convencido de que cada tema filosófico merecía un recipiente diferente. Tal vez la cafeína, y no solo el silencio, fue la verdadera chispa detrás de sus reflexiones existenciales.
El café, en fin, no solo despierta cuerpos: despierta pensamientos. Y entre sorbo y sorbo, ha dado forma a algunos de los universos literarios más brillantes de nuestra historia.
Publicada por primera vez: 29-sep-16
Última actualización: 4-sep-25