Sobre la vista como riesgo: cuando la diferencia, la blanquitud y la inteligencia se convierten en peligros
Por Alejandra Gotóo
En El país de los ciegos (1904), H. G. Wells imagina un valle aislado en los Andes, donde una comunidad ha vivido durante generaciones sin la capacidad de ver. En ese mundo cerrado y perfectamente funcional, la ceguera no se percibe como una limitación, sino como la norma. Esta sociedad ha construido su estructura social, cultural y psicológica en torno a la ceguera, haciendo de la vista una idea absurda. La “normalidad” allí es radicalmente distinta a la nuestra.
Núñez, un montañista ecuatoriano, llega al valle tras una avalancha que lo separa de su grupo. Cree haber hecho un descubrimiento extraordinario, sin saber que ha llegado al mítico País de los ciegos. Además de incomprendida, su capacidad de ver —que él considera una ventaja— es recibida con desconfianza.
La historia se convierte en una metáfora de la ignorancia estructural. No se trata sólo de la ausencia de conocimiento, sino de habitar un entorno donde el desinterés por saber está institucionalizado. La vista —símbolo del conocimiento y la duda— se convierte en un acto subversivo. En un mundo donde la ignorancia es la norma, cuestionar se percibe como una amenaza. Los habitantes del valle no buscan comprender lo que Núñez ve: lo presionan para que se adapte a su modo de vida.
La ironía de Wells reside en que la inteligencia y el cuestionamiento se convierten en peligros. La comunidad repudia la diferencia, por lo que construye una verdad colectiva sin disidencias. Así, anticipa sociedades que castigan a quienes piensan distinto, y tilda de locos a los lúcidos mientras que premia a los obedientes.
Ahora bien, otro ejemplo de cómo la ignorancia se ha usado para conveniencia de algunos es El corazón de las tinieblas (1899), de Joseph Conrad, novela en la que se narra un viaje al Congo que es también un descenso moral y espiritual. Marlow, el protagonista, parte en busca de Kurtz, un comerciante de marfil atrapado en la selva y corrompido por el poder absoluto. A medida que avanza río arriba, descubre que la ignorancia y el conocimiento son piezas centrales para entender la brutalidad del colonialismo y la naturaleza humana.
Como en El país de los ciegos, en vez de iluminar, el viaje hacia lo desconocido aísla. Kurtz, que parecía un líder brillante, se revela como una figura consumida por la corrupción y la locura. Su conocimiento profundo de la condición humana no lo eleva: lo destruye.
El conocimiento que consume
La ignorancia aquí es un mecanismo que permite que las atrocidades del colonialismo se perpetúen sin remordimientos. Las comunidades nativas son tratadas como subhumanas, su humanidad es borrada por el racismo y la ceguera moral de los colonizadores. Esa ignorancia fabricada —la visión del “otro” como inferior— justifica la explotación y el abuso. En este marco, más que un color de piel, la blanquitud se torna una ideología de centralidad y supremacía que dicta quién tiene derecho a definir la verdad y quién queda reducido al silencio. En El corazón de las tinieblas, la blanquitud se erige como medida de lo humano y lo civilizado, al tiempo que deshumaniza todo lo que no encaja en su canon.
Al igual que la vista en el valle de Wells, el conocimiento de la verdad en El corazón de las tinieblas es peligroso. Cuando Marlow comprende lo que encarna Kurtz —el corazón del sistema colonial—, enfrenta una verdad insoportable: el conocimiento absoluto puede resultar devastador. El sistema mismo necesita ignorancia para sostenerse; saber demasiado rompe el frágil equilibrio que lo mantiene.
En ambos relatos, el conocimiento aísla y consume. Tanto Marlow como Núñez regresan marcados por lo que han visto, distantes de las normas sociales y ajenos a quienes permanecen en la comodidad de la ignorancia.
El paralelo con otros regímenes autoritarios y la cuestión de la libertad intelectual
La advertencia de estas historias sobre la ignorancia estructural no es exclusiva de sociedades ficticias: sigue bastante viva en regímenes que manipulan o persiguen el conocimiento. Gobiernos que restringen la libertad de expresión, la educación y el acceso a la información muestran cómo la ignorancia se convierte en un mecanismo de poder.
Por ejemplo, en Camboya, entre 1975 y 1979, Pol Pot y el Khmer Rouge llevaron esta lógica a un extremo casi inimaginable. Pol Pot instauró un régimen que hizo de la ignorancia y la obediencia ciega no sólo un método de control, sino el núcleo mismo de su proyecto político. Las escuelas quedaron vacías, convertidas en ruinas o en prisiones improvisadas; los campos de trabajo se extendieron como cicatrices abiertas en la tierra, y sobre todo, se impuso un silencio que no era simple ausencia de ruido, sino una amputación deliberada de la voz y del pensamiento. Intelectuales, maestros, médicos y cualquiera que pudiera representar una amenaza para la uniformidad ideológica fueron perseguidos y exterminados.
La intelectualidad fue criminalizada: bastaba portar lentes —símbolo de “pensar”— para ser ejecutado. A veces bastaba un par de gafas o una palabra extranjera pronunciada sin cuidado para ser condenado. En ese paisaje devastado, la luz del conocimiento no se apagó de manera gradual: fue arrancada de raíz y dejó tras de sí un vacío que todavía hoy se percibe en la memoria colectiva del país.
El eco con Wells es evidente, ya que en el País de los ciegos y en la Camboya de Pol Pot, la diferencia se percibe como amenaza y se erradica. El paralelismo con Conrad también es inquietante: así como el colonialismo europeo deformó la percepción del “otro” para justificar su explotación, Pol Pot deformó la noción misma de saber para consolidar su dominio; asimismo, creó una otredad en la que los otros eran aquellos que tuvieron oportunidad de acceder a la educación.
Tanto en las ficciones de Wells y Conrad como en la historia de Camboya, la ignorancia se convierte en un espacio cerrado donde el conocimiento es un riesgo. No se trata de desconocimiento accidental, sino de un diseño consciente: borrar, manipular o negar aquello que pueda cuestionar el orden establecido.
En estos mundos, la vista de Núñez, la lucidez de Marlow o el pensamiento crítico de un profesor camboyano no son virtudes: son amenazas al equilibrio artificial de la ignorancia. Quien ve más allá de lo permitido, quien habla un idioma diferente, quien interpreta los signos de otro modo, se convierte en un enemigo del sistema.
El precio de saber
En los tres escenarios —el valle andino, el Congo colonial y la Camboya de Pol Pot—, la lucha contra la ignorancia no trae gloria, sino soledad y riesgo. El saber aísla, porque implica ver lo que otros no quieren o no pueden reconocer. Tanto Marlow como Núñez descubren que compartir esa visión es inútil e incluso peligroso. Por favor, vayan a leer los libros, puesto que no me atrevo a arruinarles la trama, pero deben saber qué es lo que sucede con estos dos hombres frente al dominio de la ignorancia.
Wells, Conrad y la historia de Pol Pot nos advierten que el conocimiento es ambivalente: puede iluminar, pero también aislar; puede liberar, pero también destruir. Cuando una sociedad ha hecho de la ignorancia su cimiento, la verdad se convierte en un acto de rebelión.
En El país de los ciegos, la vista es inútil en un mundo que no la reconoce. En El corazón de las tinieblas, la verdad sobre el colonialismo resulta completamente insoportable. En Camboya, pensar se volvió mortal. En todos los casos, el conocimiento amenaza el orden, porque revela lo que éste se esfuerza en ocultar.
La ignorancia, en cambio, ofrece pertenencia y seguridad, aunque al precio de la sumisión. Es más fácil vivir sin saber que cargar con el peso de lo que se ha visto. Pero sin quienes se atrevan a mirar, el mundo permanece en tinieblas, y la oscuridad, como bien sabían Wells, Conrad y quienes sobrevivieron a Pol Pot, no necesita ser total para ser absoluta: basta con que sea cómoda. Suficientemente cómoda.+
frase: Quien ve más allá de lo permitido, quien habla un idioma diferente, quien interpreta los signos de otro modo, se convierte en un enemigo del sistema.
