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No sabo

No sabo

Por Jorge F. Hernández 

El dislate que da título a estos párrafos es más que un simple disparate de la infancia. Debido quizá a una deriva fonética intuitiva, la niña infiere no sabo por no saber y más de un niño extiende la improvisada etimología como sinónimo de sabor: “no sabo la respuesta” y “yo no sabo a nada”. Se filtran entonces los primeros pasos de la ignorancia con la tierna inocencia de la intuición y, al paso de los años, se perfecciona el silogismo.

Hay estudios sesudos de la epistemología de la ignorancia tan voluminosos y documentados como las profesionales radiografías del saber. Un ejemplo notable lo firma Peter Burke, notable polímata que ha dedicado media vida al conocimiento y también autor de una biografía intelectual de la ignorancia: orígenes, topografía y circunstancias. En México parece que hilamos la enciclopedia universal de la ignorancia cada vez que iniciamos opiniones con el recurso de “me late”. Una conciencia minuciosa revelaría que lo hacemos muchas veces por hora llegando por mágicas maneras a la conversión de puras mentiras en verdades inapelables y fabulaciones en anécdotas inverificables. Es la pulpa para literatura instantánea, chistes con o sin moraleja e incluso leyendas históricas de próceres retratados en estatua, aunque no se sepa a ciencia cierta si fueron chaparros, calvos, mancos o tuertos en la vida real o en sus registros biográficos. 

La ignorancia es, entonces, el pan de cada día en diversas culturas y generaciones, pero también es la útil herramienta moldeable y cultivada para apuntalar diversas formas del autoritarismo: desde el manotazo impositivo del patriarca que nubla con ignorancia sus verdades entre familiares hasta el todopoderoso gobierno que se beneficia ya no sólo con esparcir redes de mentiras, sino con un desánimo funcional de la Ignorancia con mayúscula. No pocos poetas y novelistas se han ocupado en develar los peligros de la ignorancia como veneno que extiende tentáculos más allá de la simple ausencia de conocimiento. Por ahora sugiero concentrarnos en la prosa de George Orwell.

Se llamó Eric Arthur Blair, pero se volvió inmortal con el seudónimo de George Orwell y, en particular, por dos novelas trascendentales: Animal Farm —traducida al español como Rebelión en la granja— y 1984 —título que lamentablemente no tiene caducidad—. De la primera podemos resumir —sin revelar pormenores para quienes aún no la leen— que la ignorancia de las vacas y los caballos, la inocente abstracción de las aves y gallinas, y la desidia rutinaria de rumiantes, cabras u ovejas, transpira una ignorancia aprovechada vilmente por los cerdos. Orwell usa la fábula animal para denunciar el autoritarismo soviético, la utopía revolucionaria, los himnos y murales con heroicos bíceps y pañoletas proletarias para narrar el sutil engaño con el que la mayoría de los animales no nos damos ni cuenta del empoderamiento opresor de los cerdos… poco a poco convirtiéndose en granjeros generalísimos, aun más represores que el propio Mr. Jones, otrora dueño de la granja, exiliado y expulsado de la finca al triunfar la rebelión porcina. Los chanchos empiezan a desplazarse sobre dos patas, poco les falta para anudarse corbatas o fumar habanos, mientras que la ignorancia esparcida entre el resto de la fauna hasta permite cambiar el lema de la rebelión: “Todos los animales son iguales” se altera por vía de la represión con una adenda: “…pero algunos animales son más iguales que otros”.

Aunque hemos rebasado por casi medio siglo la cifra del título 1984, esta novela de Orwell, escrita en 1947 y publicada dos años después, no solamente mantiene intacta su trama y derivaciones, sino que además confirma de manera fehaciente no pocos ejemplos siniestros del cumplimiento de sus diálogos, demonios y derivados en la vida real. Escrita como distopía, esta obra maestra de Orwell es al mismo tiempo testimonio de los infiernos autoritarios ya instalados mucho antes del año del título y también advertencia detallada de lo porvenir —de todo tiempo que faltaba por cumplirse desde el año de publicación hasta la llegada del mentado título… y, por lo leído, de los tiempos posteriores que ahora vivimos en gerundio.

Con el mapa del mundo dividido en grandes bloques geográficos como rebanadas de poder inapelable, Orwell traza el insípido paisaje de una nación poblada por humanos mecanizados, zombies de yo no sabo a nada porque incluso la ternura de un beso o la melancolía de cualquier suspiro han sido proscritos, tanto como cualquier forma de opinión íntima, crítica personal o reflexión racional porque todo absolutamente todo ha quedado supeditado a la mirada ininterrumpida del Gran Hermano, el ojo que todo lo ve y la cuadrícula aséptica, ascética e incuestionable del Estado. Es decir, las piezas móviles de a pie, los humanos comunes y corrientes esclavizados no sólo por una cancelación de su conciencia, sino contenidos y regulados por una conciencia mecánica e inhumana que siembra constante ignorancia como lubricante de una inmensa maquinaria de mentiras.

El hilo y entramado de esta sociedad sojuzgada se desprende y depende de la instalación de Newspeak o Neolenguaje. Se trata de un idioma desprendido de los conocidos hasta antes de la gran instalación de la distopía en el que se fuerza a todo ser humano a la obligación lingüística o fonética de pensar, leer y escribir con palabras previamente autorizadas y jibarizadas para cumplir una cuadriculada función en la que queda prohibido cuestionar, analizar o interpretar. Es decir, se prohíbe pensar y sentir. 

Las palabras se vuelven instrumento para la censura y pasto de falsificación de los hechos al antojo y conveniencia del Poder y los poderosos. Cualquier intento por romper con ese orden dictatorial —que, además, dicta incluso las palabras aprobadas tanto como las prohibidas— será sancionado de la más brutal manera. Represión, desaparición o muerte de todo posible independiente queda sujeto al espionaje continuo, a la red creciente de denuncias y delatores, a la invisible omnipresencia de micrófonos y cámaras sobre un infinito manto de ignorancia. Todo paisaje no es más que una inmensa tela donde se plasma la ignorancia personal y compartida; toda conversación de sobremesa no es más que un intercambio de ignorancias y toda posible pausa está permeada por un contagioso desánimo de no preguntes, no opines, no me digas y mejor, calla.

Cerremos el libro de Orwell, pero para volver a leerlo periódicamente, prestarlo al azar y regalarlo con frecuencia. Visitemos las librerías como si fuesen farmacias para surtir recetas semanales o mensuales de la mejor medicina posible: la lectura que libera el pensamiento y desata la imaginación, las páginas que ponen en entredicho las mentiras de los poderosos y los engaños de los prepotentes. Leer y leer para libremente comentar, en comunidad o pareja, para pasear todo pretérito y soñar todo futuro mejor… ¿Qué cuánto cambia la realidad que nos rodea con la digestión de un verso que acaricia al alma? ¿Qué cómo mejora la sociedad con el conocimiento generalizable de los errores pasados? o ¿hasta cuándo seguirá rondando la ignorancia como fertilizante para el abuso? La respuesta a las dos primeras preguntas es: Mucho, pero de la última, sólo afirmo que Urge… aunque lo ignoro.+