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Agustín Laje: Una conversación sobre Globalismo. Ingeniería social y control total en el siglo xxi

Agustín Laje: Una conversación sobre Globalismo. Ingeniería social y control total en el siglo xxi

José Luis Trueba Lara

Los libros de Agustín Laje siempre provocan polémicas. La aparición de Globalismo. Ingeniería social y control total en el siglo xxi es una invitación a discutir sus ideas. Platicar con él nos permite asomarnos a su obra y, por supuesto, detectar algunas de sus señas de identidad.

 

Lee+: Al adentrarse en Globalismo. Ingeniería social y control total en el siglo xxi pronto se descubre que en él te enfrentas a dos problemas cruciales, un clásico y otro moderno. El clásico es una suerte de arqueología de la ingeniería social, mientras que el moderno se refiere al papel que esta ingeniería tiene en nuestros días. Cuando estaba leyendo tu libro recordé los días en que durante mi estancia en la universidad creíamos que la ingeniería social nos iba a salvar: si la sociedad tenía un problema, los ingenieros sociales elegirían la mejor solución. Sin embargo, este proyecto fracasó por completo…

Agustín Laje: Fracasó porque el hombre tiene libertad. A pesar de esto, la idea de la ingeniería social es tratar al hombre como si fuera una máquina programable para hacer una tarea concreta, para comportarse de una forma determinada, para pensar de una manera específica, pero el hombre no es una máquina y el conocimiento de la ingeniería social siempre es limitado. A pesar de esto, la ingeniería social se revela como un mapa mental que muestra cómo debería ser la gente, cómo debería comportarse, cómo debería intercambiar, cómo debería producir, qué debería creer, qué debería pensar, por quién debería votar.

La ingeniería social sueña con la posibilidad de tratar al hombre como si fuera un conjunto de circuitos, cables e incluso como un código de computadora. De hecho, la idea de ingeniería social es un concepto único y particular en el mundo industrial donde el ingeniero es el fabricante de máquinas. En nuestro mundo postindustrial, podríamos hablar de un programador social o de un creador de algoritmos en el ámbito de la vida social.

Sin embargo, la ingeniería social falla o el programador social falla porque la información que puede tenerse no es capaz de mostrar todos los datos sobre los comportamientos, los pensamientos y la cultura de las personas. Esto es muy peligroso, pues cuanto más falla la ingeniería social, más se convence la gente de que está fallando por falta de poder, por falta de coerción. Esto provoca que los mecanismos represivos de los Estados para tratar de moldear la sociedad se vuelvan más duros y terribles. 

La idea de la ingeniería social en su versión más extrema son los totalitarismo del siglo xx, que también fracasaron: el único lugar donde la ingeniería social existía como un producto exitoso para lograr el control total sobre el ser humano fueron los campos de concentración. Estos eran los únicos lugares donde la libertad podía ser tan aplastada que el hombre se convertía en un número y perdía su identidad y todos sus derechos. Solo en ellos se podía generar el efecto que el líder del campo de concentración predefinía.

Lee+: Cuando miramos el mundo del globalismo nos encontramos con una realidad escalofriante: muchos se han olvidado de que la humanidad existe y, tal vez por esto, empezaron a aparecer grupos tribales muy violentos. A veces pienso que estamos en los albores de un nuevo totalitarismo que está en manos de las minorías que solo buscan vengarse.

Agustín Laje: Me gusta la palabra tribal porque contrasta con la palabra popular. El totalitarismo del siglo xx siempre apelaba a la idea de un pueblo monolítico, ya fuera en términos de clase social, de raza o incluso de una nación. Ahora, los riesgos totalitarios del siglo xxi ya no provienen de mayorías homogéneas, sino de minorías ultravictimizadas que forman grupos tribales que empiezan a exigir una serie de tratos desiguales ante la ley para reparar los daños reales o imaginarios que han padecido a lo largo de la historia.

Hay grupos tribales para todos los gustos, pero también existe un fenómeno actual que es muy peligroso. Me refiero al que da título a este libro: el globalismo hoy campea en el planeta. El globalismo no es otra cosa más que una forma de control político que no corre por cuenta del Estado, sino por entidades supranacionales. Estamos hablando de cuerpos supraestatales que aumentan sus atribuciones, que crean agendas para las naciones cuyos ciudadanos no discuten ni definen. Es más, ni siquiera las votan o las aprueban, sino que simplemente les son impuestas. Estos organismos internacionales avanzan a tal velocidad que en las Naciones Unidas —cuando se presentó la Agenda 2045— se exigió un decremento de soberanía a las naciones para fortalecer la gobernanza global. Incluso se propuso la creación de un sistema de impuestos global para financiar a los organismos internacionales, además de los nacionales. Este es un nuevo contexto, es un contexto donde ya no hay un pueblo, sino minorías, hay grupos tribales, y ya no hay un Estado opresor, sino que aparece otra bota que aplasta aún más gracias a los organismos supranacionales.

Lee+: Durante muchos años aprendimos y repetimos una idea de la Ilustración: un Estado es la suma perfecta de un territorio, unas leyes y una población. Incluso aprendimos que su principal valor es la soberanía, pero hoy nos enfrentamos a una criatura absolutamente distinta. 

Agustín Laje: la idea del Estado-nación que aprendimos en la escuela se refiere a un ente vivo que tiene una fecha de nacimiento y, además, puede tener una fecha de caducidad. El nacimiento del Estado moderno estaba caracterizado por una serie de ideas precisas: en el Leviatán, Hobbes le atribuía un alma que se llamaba “soberanía”. Este concepto va de la mano con el desarrollo del Estado moderno a lo largo de los siglos. Todos los filósofos políticos la abordaron desde diferentes ángulos. Hobbes estaba convencido de la soberanía absoluta. Locke buscaba conducirla por el camino del liberalismo clásico y alejarla de la vida, la libertad y los bienes privados de los ciudadanos. Rousseau la entregó al pueblo. Efectivamente, la soberanía acompañó la vida de esta criatura llamada “Estado moderno”.

El problema es que esa soberanía dependía de un territorio bien definido para saber hasta dónde llegaba el poder de esa autoridad estatal y también dependía de la presencia de un grupo humano unido en lo que llamamos una “nación”. Pero hoy todo esto está en crisis: el tema de las fronteras, el asunto del derecho internacional público (el cual se ha colocado por encima del derecho nacional) el crecimiento y el aumento del poder de los tribunales internacionales son algunas de las nuevas señas de identidad. Hoy esperamos el veredicto la Corte Penal Internacional de la onu sobre los conflictos en Oriente Medio y en nuestro continente esperamos las palabras de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Todos estamos a la espera de lo que se decida en las instancias supranacionales.

Estamos en un punto de inflexión, estamos dejando atrás la estructura de gobierno del Estado para pasar a una nueva forma de gobierno: una gobernanza global, que es el tema de mi libro. El problema es que nuestros mecanismos para limitar el poder parten de la premisa de que uno está siendo gobernado por un Estado moderno. Un ejemplo muy claro es la Organización Mundial de la Salud. Esta fue la que marcó las pautas sobre cómo enfrentar la pandemia de Covid-19. Y, en este momento, esa misma organización ha propuesto un tratado internacional sobre las pandemias para que, en los eventos del futuro, los países soberanos le cedan su poder con tal de que tenga más atribuciones políticas sobre los pueblos. No es que ya exista un gobierno global en este momento, el problema es otro: hoy se están creando las bases para que el poder salga de las manos del Estado nacional y se fusione con las élites globales.

Una cosa es la globalización (entendida como la aceleración de los intercambios comerciales sobre todo entre los pueblos) y otra cosa es el globalismo como una concentración de atributos políticos. La globalización es un bien para todos en la medida que genera un contacto entre los pueblos. Kant soñaba con esto, pero cuando las decisiones de tu nación quedan en manos de burócratas internacionales, la democracia se convierte en una pantomima, se vuelve una ilusión. Yo separaría esas dos dimensiones: una cosa es estar económicamente integrado, y otra muy diferente es estar políticamente integrado, cediendo derechos democráticos a los organismos internacionales que al final definen tu destino.

Yo espero que el nacionalismo del siglo xxi sea un freno para los apetitos de las potencias supranacionales. El pueblo no puede perder el control de su destino, eso es absolutamente antidemocrático. Pero también espero que el nacionalismo entienda que está en un contexto de globalización y que este contexto le da la oportunidad de reafirmarse como nación en un intercambio pacífico con otros países.+