De Austen a Adichie. La escritura, un punto de partida para la autonomía

Para hablar de la relación entre Jane Austen y Chimamanda Ngozi Adichie hay que reconocer que ambas forman parte de una red que crece en múltiples direcciones, que se extiende y se transforma.
Desde esa perspectiva, pensar en una genealogía sólo tendría sentido si la entendemos como un movimiento de contagio y resonancia, más que como una descendencia. Cada autora que escribe desde su cuerpo, su tiempo y su deseo reconfigura esa trama que vincula la literatura con la autonomía. Austen es una raíz, pero no la única; de ella brotan otras raíces, que se entrelazan con las de Charlotte Brontë, George Eliot, Virginia Woolf, Clarice Lispector, Toni Morrison, Elena Ferrante y Chimamanda Ngozi Adichie, por mencionar algunas.
Pensarse
A estas autoras las une el pensar la autonomía desde la escritura. Pensar como un modo para hacer(se) preguntas acerca del deseo, la justicia, la identidad y el lenguaje.
Mientras escribe en los salones del siglo XIX, Jane Austen observa cómo las mujeres son definidas por su capacidad de ser elegidas, no de elegir. Bajo su aparente liviandad, novelas como Emma (1815), Orgullo y prejuicio (1813), Persuasión (1817) funcionan como ejercicios de pensamiento moral y político. A través de la ironía, Austen desmonta las reglas del matrimonio y de la clase, a la vez que muestra que la inteligencia y la libertad no son atributos masculinos sino humanos. Su escritura nos confronta desde los márgenes del poder.
Chimamanda Adichie retoma ese gesto, pero en un contexto global y poscolonial. Sus personajes también viven bajo normas que buscan definirlas: las de género, las de raza, las del idioma. En Americanah o Medio sol amarillo, Adichie construye protagonistas que reflexionan sobre su lugar en el mundo y sobre la posibilidad de ser autónomas. Su feminismo, articulado en conferencias y ensayos, es la continuación de esa pregunta que Austen dejó abierta: ¿cómo puede una mujer pensar y vivir por sí misma en un mundo que aún le impone las reglas del juego?
Expandirse
Entre Austen y Adichie no hay un linaje, sino una red de ecos.
Virginia Woolf, por ejemplo, hereda de Austen la convicción de que pensar y escribir son actos inseparables. En Una habitación propia (1929), Woolf imagina a una hermana de Shakespeare condenada al silencio, y en ese gesto reconoce que la autonomía empieza por tener espacio, tiempo y recursos para escribir.
En paralelo, Simone de Beauvoir transforma la literatura en filosofía y pregunta, en El segundo sexo (1949), cómo el mito de lo femenino ha sido construido —y sostenido— por las palabras.
Más tarde, Toni Morrison reescribe la historia desde las voces que habían sido excluidas del canon occidental; Clarice Lispector convierte el pensamiento en introspección radical, como si cada palabra abriera un territorio nuevo del yo; Margaret Atwood imagina futuros distópicos donde la autonomía femenina se vuelve un acto de resistencia; Elena Poniatowska y Rosario Castellanos piensan la independencia desde América Latina, entre la escritura, la política y la memoria.
Estas autoras no forman una línea, sino una constelación. Sus puntos de encuentro son el lenguaje, el cuerpo, la conciencia y la pregunta por el lugar que ocupa una mujer en el mundo. La escritura así funciona como una estructura sin centro ni jerarquía, que crece de manera imprevisible y que se alimenta de sus múltiples conexiones.
Autonomía: una práctica, no una meta
Pensar la autonomía desde la escritura no significa que las autoras hayan alcanzado un estado ideal de libertad, más bien la escritura se convierte en el laboratorio de esa búsqueda.
En Austen, la autonomía se juega en los márgenes de lo permitido: una mujer que elige casarse por amor, una heroína que se permite opinar, una escritora que publica sin firmar su nombre. En Adichie, la autonomía se piensa en un espacio más amplio: el de la mujer africana que escribe en inglés, que transita entre Lagos y Nueva York, que reclama el derecho a definirse más allá del exotismo o la culpa.
Ambas, desde contextos radicalmente distintos, escriben contra una forma de tutela. Austen contra la tutela patriarcal; Adichie contra la colonial y cultural. Ambas comprenden que la libertad no se conquista en abstracto, sino en el acto concreto de narrar el propio punto de vista.
La escritura se vuelve una herramienta de expresión y también un modo de existir con conciencia. Escribir como una forma de pensar, pensar como una vía para convertirse en autoras de sí mismas.
De la raíz al rizoma
Si habláramos en términos botánicos, podríamos decir que Austen es una raíz visible, pero el sistema que de ella nace es subterráneo, múltiple, cambiante. Cada autora que escribe desde su diferencia —sea racial, lingüística, sexual o histórica— ensancha esa red de pensamiento. Desde los cuadernos de las Brontë hasta los manifiestos de Adichie, desde las introspecciones de Lispector hasta las ficciones íntimas de Ferrante, se extiende una misma pulsación: la de mujeres que, al escribir, piensan su lugar y lo reescriben.
Esa red no se agota en la literatura anglosajona. En América Latina, Gabriela Mistral, Alejandra Pizarnik, Diamela Eltit, Cristina Rivera Garza, Lina Meruane o Selva Almada también tejen hilos en esa trama: piensan la autonomía desde el deseo, la maternidad, el dolor o la imaginación. Cada una aporta una variación del mismo gesto: usar la palabra como un territorio donde la subjetividad femenina puede pensar(se) fuera del molde.
No hay, por tanto, una genealogía vertical de mujeres que se suceden unas a otras, sino una conversación que se despliega en el tiempo, a veces silenciosa, a veces explícita. Adichie puede dialogar con Austen sin haberla leído directamente, porque lo que las une no es la influencia, sino la pregunta compartida por la libertad.
En un contexto en el que todavía tendemos a leer a las mujeres como “figuras representativas” —la escritora feminista, la voz africana, la heroína romántica—, ambas reivindican el derecho a la complejidad. Austen se burla del sentimentalismo, Adichie ironiza sobre los clichés del feminismo de moda. Quizá para las dos pensar la autonomía no es proclamarla, sino vivirla: encarnarla en la mirada, en el estilo, en la elección de las palabras.
La red que va de Austen a Adichie no es una línea de herencia, sino una conversación que atraviesa el tiempo y las lenguas. En ella se cruzan ironías, preguntas, silencios, intuiciones. Si algo las une, es el deseo de no ser sólo objeto de discurso, sino sujeto que lo produce.
Ambas entienden que la literatura puede ser una forma de pensar con otras, una práctica de libertad que se escribe colectivamente, aunque cada una hable desde su singularidad.
Tal vez por eso, más que genealogía, habría que hablar de una comunidad de pensamiento, un rizoma de escritoras que no buscan una raíz común, sino la posibilidad de seguir creciendo hacia todos los lados del mundo.+