Cuando el ladrido se cuela entre las páginas
Por Alejandra Gotóo
La literatura no existiría sin los animales, y menos aún sin los perros. Ellos han acompañado a los humanos desde tiempos prehistóricos, no sólo como guardianes o cazadores, sino como testigos silenciosos de lo cotidiano. La literatura, que es memoria y metáfora, ha sabido darles espacio: a veces como símbolos de lealtad, otras como criaturas sin voz y no pocas como protagonistas capaces de narrar desde su propia voz. La pregunta inevitable es: ¿qué nos dice lo humano la presencia del canino en nuestras ficciones: será que narrar siempre implica recordar que compartimos el mundo con otras miradas, a veces más fieles y más lúcidas que la nuestra?
Los perros en la literatura mexicana contemporánea
En México, la relación con los perros ha sido tanto histórica como simbólica: desde los antiguos xoloitzcuintles, guardianes del inframundo en la cosmovisión mexica, hasta los compañeros cotidianos que hoy pueblan plazas y hogares, los perros han acompañado al imaginario cultural y afectivo del país. Dentro de esta tradición, la escritora Anamari Gomís ha confesado su inclinación por ellos: “son perros los que me acompañan en mi vida integrada por ellos”. Por ello, cuando Ediciones Cal y Arena la invitó a realizar una antología de cuentos donde los perros fueran el eje central, aceptó gustosa y entusiasta. En esa misma línea, el proyecto Perros literarios reunió a voces como Sergio Pitol, María Luisa “La China” Mendoza, Mario Bellatin y Alí Chumacero, quienes narraron sus propias experiencias con ellos dejando testimonio de cómo el canino activaba la memoria, el afecto y la imaginación. Así, los perros aparecen no sólo como símbolos o personajes secundarios, sino como presencias concretas que han marcado la vida y dado un matiz afectivo a la literatura mexicana.
Perros que persiguen las sombras
En la poesía, el perro es ese acompañante vivo e intenso, capaz de condensar la soledad, del dolor y la incomprensión humanas. El poeta peruano César Vallejo, en Trilce, escribe: “Un perro me sigue”, y con esas pocas palabras articula la persecución del yo, la vulnerabilidad frente al mundo y la persistencia de una entidad que observa y acompaña sin intervenir. Alejandra Pizarnik, en su universo oscuro, invoca al “perro negro” como metáfora de la depresión y la muerte, un espectro silencioso que acecha en los rincones de la conciencia y refleja la fragilidad y la angustia que el lenguaje humano apenas puede nombrar. En Vallejo y Pizarnik, el perro no es sólo animal: es testigo y espejo de un dolor y de unas emociones más profundos.
Si Vallejo y Pizarnik muestran al perro como sombra y espejo del dolor humano, Jorge Luis Borges y W. H. Auden lo celebran como presencia que enseña, acompaña y refleja lo que anhelamos ser. Borges llama a sus perros “la inmortalidad que camina a mi lado”, compañía que consuela y hace tangible la continuidad del afecto y la memoria. Auden observa en el perro un modo de ser que la humanidad olvida: su calma, su atención y su confianza nos enseñan a habitar un mundo sin ansiedad ni vanidad, recordándonos que la verdadera percepción de la vida puede encontrarse en lo simple, en el silencio.
En México, la poesía ha estrechado este doble simbolismo del perro —sombra y consuelo— con una memoria ancestral: los xoloitzcuintles, considerados guías de las almas en la cosmovisión mexica, simbolizan desde entonces el tránsito entre lo humano y lo sagrado. Esa herencia simbólica resuena en poetas contemporáneos como Cecilia Juárez, quien dedica un poema, Cómo hablar con un perro (2019), a su abuelo difunto con un soplo de evocación donde el canino aparece como vínculo, testigo y revelación de lo inexpresable.
Así, entre la sombra del perro que acecha y la luz del que consuela, la poesía ha hecho de lo canino un motivo persistente que condensa nuestra vulnerabilidad y también nuestro asombro.
Mi perro, la literatura
No puedo cerrar estas reflexiones sin hablar de Ćevapi, el perro que me adoptó. Él, como tantos otros canes, sufrió maltrato: su primer humano era un cazador que sólo lo sacaba para trabajar y luego lo volvía a encerrar en una jaula. Cuando nos encontramos, estaba flaco, con cicatrices invisibles y recuperándose de la mordida de una garrapata. Nos conocimos en Casa dos Animais, en Lisboa, donde yo voluntariaba para ayudar a otros perros sin familia. Aun así, aprendió rápido y sabe que conmigo siempre estará a salvo. Ahora, en sus juegos, serios y decididos para él, en sus silencios atentos a los sonidos de la calle y hasta en la forma en que apoya su cabeza en mi rodilla cuando paso demasiado tiempo frente a la computadora, encuentro ecos de los perros literarios que siempre me han acompañado.
Ćevapi me enseñó que no se trata sólo de contar historias de perros, sino de entender que ellos, en su estar, también nos narran a nosotros. La literatura que escribo, como la de tantos otros, se cuela de su presencia y de ese amor silencioso que, sin pedir nada, transforma nuestras vidas.
Alejandra Gotóo (@akemigototo) es lectora y escritora. Su nuevo libro El amor está en otra parte (Trillas, 2025), explora el amor en sus distintas formas.