La otra versión de la historia: una lectura de Wicked. Memorias de una bruja mala, de Gregory Maguire

La otra versión de la historia: una lectura de Wicked. Memorias de una bruja mala, de Gregory Maguire

Por Victor Ruiz

Hay libros que se atreven a mirar lo que otras narraciones dan por sentado. Wicked. Memorias de una bruja mala pertenece a esa rara estirpe de obras que interrogan los cimientos del mito, que buscan la humanidad detrás de los personajes convertidos en símbolo. Gregory Maguire no reescribe una historia: la desmantela. Su novela es un ejercicio de relectura ética y estética, una exploración sobre cómo se construyen las categorías de bien y mal en la memoria colectiva y en la experiencia individual.

Desde sus primeras páginas, el autor instala al lector en un territorio donde las certezas se disuelven. Lo que parecía un relato de origen se convierte en una indagación sobre la sociedad, la religión, la política y la identidad. Maguire utiliza la forma de la narración clásica para conducirnos hacia una reflexión contemporánea: ¿quién decide qué es justo?, ¿qué ocurre con quienes se quedan al margen de las normas?, ¿de qué manera el poder define las historias que después asumimos como verdad?

La novela combina la observación social con una mirada íntima sobre el individuo que busca un lugar en un mundo regido por la apariencia y el prejuicio. El autor no se conforma con describir: disecciona los mecanismos del miedo, la fe y la ambición. Cada capítulo despliega una atmósfera que oscila entre lo alegórico y lo político, sin perder nunca de vista lo humano. 

El eje central de la obra es la pregunta por el origen del mal. No como una entidad abstracta, sino como un proceso social. Mediante esta premisa, la novela se convierte en una poderosa metáfora sobre la alteridad: lo que el grupo dominante teme o no comprende es rápidamente convertido en amenaza. La voz narrativa, sin embargo, se esfuerza por mostrar lo contrario: que en esa diferencia también habita la posibilidad de una ética más compleja, más consciente de sus contradicciones.

La protagonista no es heroína ni víctima. Es, sobre todo, un ser que observa, que se rebela, que intenta comprender. Su inteligencia la separa del entorno, pero también la condena a la soledad. Esa tensión entre lucidez y aislamiento da forma a una historia de formación que podría leerse como una parábola sobre la marginalidad. En lugar de una ascensión moral, asistimos a una caída progresiva hacia la conciencia. Lo que la sociedad define como “maldad” no es sino la consecuencia de haber visto demasiado, de haber comprendido la hipocresía de los sistemas que se autoproclaman virtuosos.

Uno de los grandes logros de Maguire es la densidad de su universo narrativo. Las instituciones, los discursos religiosos, las jerarquías políticas y los movimientos sociales se entrelazan en un entramado que recuerda al realismo moral de George Eliot o al simbolismo alegórico de William Golding. Cada detalle del contexto cumple una función en la construcción de sentido: la educación, la censura, el fervor religioso, la explotación y la desigualdad conforman un paisaje reconocible que remite más a nuestra realidad que a la fantasía. Lo extraordinario no está en los hechos, sino en la forma en que la mirada del autor los convierte en espejo.

La ironía —una de las herramientas más efectivas de Maguire— no busca el sarcasmo, sino la distancia crítica. Gracias a ella, el lector participa de una lectura moral sin sentir que está siendo adoctrinado. Lo que emerge es una melancólica reflexión sobre la imposibilidad de ser completamente bueno en un mundo que se sostiene sobre la injusticia.

Hay también en Wicked una dimensión emocional que sostiene su fuerza intelectual. La relación entre la protagonista y su entorno está atravesada por la culpa, el deseo de pertenecer y el desencanto. Maguire logra que esos conflictos personales dialoguen con cuestiones más amplias: la construcción del poder, la manipulación de la fe, la función del miedo como herramienta de control. El resultado es una novela que funciona en varios niveles a la vez: psicológico, político y simbólico.

En tiempos donde los discursos morales se polarizan y las identidades se simplifican hasta el cliché, la obra de Maguire recuerda que toda historia tiene un reverso. Que la bondad puede ser un gesto de obediencia tanto como la maldad puede ser una forma de resistencia. Que la verdad, como la belleza, depende de la perspectiva desde la que se mire.

Wicked es una novela sobre la responsabilidad de ver y de ser visto; sobre cómo la historia oficial se alimenta del silencio de los otros. Es, en última instancia, un relato sobre la dignidad de existir fuera del relato impuesto, y sobre la necesidad —más urgente que nunca— de recuperar la empatía como forma de conocimiento.+