La ilustración femenina: cómo las mujeres se iluminaron a pesar de los peligros
Por Yara Vidal
La Ilustración, ese movimiento intelectual del siglo xviii que iluminó Europa con ideas de razón, libertad y progreso, es a menudo recordada por figuras masculinas como Voltaire, Rousseau o Diderot. Sin embargo, en las sombras de esta era de luces, las mujeres lucharon por encender su propia antorcha.
A pesar de las barreras que las confinaban al ámbito doméstico, muchas lograron acceder a la educación y al conocimiento, y se convirtieron en agentes de cambio. Pero este camino no fue fácil: implicó riesgos significativos, desde el ostracismo social hasta la persecución política. El libro The Other Enlightenment: How French Women Became Modern, de Carla Hesse, nos permite conocer cómo las mujeres francesas, en particular, se “iluminaron” a través de la escritura y la participación intelectual, y los peligros que enfrentaron para educarse.
La Ilustración promovió la idea de que la razón era accesible a todos, pero en la práctica, las mujeres fueron excluidas de las instituciones formales. Universidades como la Sorbona en París o las academias científicas estaban vetadas para ellas. En lugar de rendirse, muchas recurrieron a métodos alternativos.
Carla Hesse, en su libro, argumenta que las mujeres francesas se volvieron modernas a través de la escritura, un acto de autocreación que les permitió participar en la esfera pública. Describe cómo, entre 1789 y 1800, las mujeres publicaron en números récords: novelas, memorias y ensayos que no sólo entretenían, sino que forjaban identidades individuales. Por ejemplo, autoras como Madame de Genlis o Leprince de Beaumont vieron reimpresiones masivas de sus obras —hasta 78 ediciones en algunos casos entre 1750 y 1800—. Estas publicaciones les permitieron explorar temas de autonomía y razón, y así se transformaron en “sujetos modernos” a pesar de las restricciones cívicas persistentes.
Una figura emblemática es Émilie du Châtelet, la “mujer más peligrosa de la Ilustración francesa”, como se la ha llamado. Colaboradora y amante de Voltaire, Du Châtelet tradujo y comentó la Principia mathematica de Newton, y añadió sus propias contribuciones en física y matemáticas. Educada en casa por tutores privados —un lujo reservado a la aristocracia—, desafió las normas de género al dedicarse a la ciencia. Su tratado Institutions de Physique (1740), que integraba ideas de Leibniz y Newton, mostró que las mujeres podían contribuir al avance del conocimiento. Sin embargo, su vida ilustra los peligros: enfrentó críticas por su independencia, y su muerte prematura en 1749, tras un parto complicado, subraya las limitaciones físicas y sociales impuestas a las mujeres.
Otro camino hacia la iluminación fue la autoeducación y la correspondencia. Mujeres como Anne Conway, aunque inglesa, influyeron en el continente con su filosofía vitalista que dialogaba con pensadores como Leibniz. En Francia, Olympe de Gouges, gran dramaturga y pensadora, escribió la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1791), un contradocumento y contrapropuesta a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789); este texto, antecedente de la primera ola del feminismo, es fundamental por tratarse de la primera reivindicación política y social de las mujeres en un soporte escrito de carácter legal. Educada informalmente, Gouges argumentó por la igualdad educativa y política, declarando: “La mujer tiene el derecho de subir al cadalso; debe tener también el de subir a la tribuna”. Su audacia la llevó a la guillotina en 1793, acusada de traición por sus críticas a los jacobinos. Este caso ejemplifica los riesgos mortales: durante la Revolución, las mujeres que se educaban y expresaban ideas radicales eran vistas como amenazas al orden patriarcal.
Los peligros no se limitaban a la ejecución. Socialmente, una mujer educada corría el riesgo de ser etiquetada como “pedante” o inmoral. Rousseau, en su Emilio (1762), defendía una educación diferenciada: los hombres para la razón pública, las mujeres para la virtud doméstica. Aunque esta visión reforzaba barreras legales, el auge editorial postrevolucionario permitió a las mujeres sortear estas restricciones, destaca Hesse. Publicar bajo seudónimos o como anónimas era común para evitar represalias. Por ejemplo, muchas autoras enfrentaron censura o boicots si sus obras cuestionaban el statu quo.
Además, las mujeres de clases bajas enfrentaban desafíos adicionales. Mientras las aristócratas como Du Châtelet tenían recursos, las plebeyas dependían de conventos o escuelas caritativas, donde la educación se limitaba a costura y catecismo. Durante el Terror (1793-1794), clubes femeninos como el de las Ciudadanas Republicanas Revolucionarias, fueron disueltos, y sus líderes, como Pauline Léon, arrestadas. Educarse significaba exponerse a la vigilancia estatal; muchas mujeres leían en secreto o participaban en círculos clandestinos, arriesgando su reputación y libertad.
A pesar de estos obstáculos, el legado de estas mujeres es profundo. Hesse concluye que la escritura les permitió una “otra Ilustración”, una modernidad construida desde la individualidad, no desde los derechos colectivos que les negaban. Figuras como Madame de Staël, exiliada por Napoleón por sus ideas liberales, continuaron influyendo en el siglo xix. Su novela Corinne (1807) retrata a una mujer intelectual independiente, inspirando generaciones.
Las mujeres de la Ilustración se iluminaron a través de salones, escritura y autoaprendizaje, transformando barreras en oportunidades. Pero pagaron un precio alto: ostracismo, censura y, en casos extremos, la vida. Como muestra The Other Enlightenment, su lucha no fue en vano; pavimentaron el camino para la igualdad educativa moderna. Hoy, en un mundo donde la educación femenina aún enfrenta desafíos en algunas regiones, su historia nos recuerda el poder de la razón contra la opresión.