Elvira Hernández: la insurrección de lo cotidiano desde la periferia de conciencia

Elvira Hernández: la insurrección de lo cotidiano desde la periferia de conciencia

Por Claudia Posadas

A Soledad Falabella, Enrique Winter y Óscar Saavedra Villarroel, hermanos poéticos chilenos en el tiempo.

 

La poeta chilena Elvira Hernández (Lebu –del mapudungun o lengua Mapuche leufu, río–, 1951), Premio Nacional de Literatura 2024, es una conciencia crítica fundamental en su país y en Latinoamérica: fraguada durante la dictadura instituida en Chile (1973-1990) que torturó, desapareció y asesinó a centenares de ciudadanos, su visión estética, al igual que la de sus contemporáneos, entre ellos poetas y narradores como Carmen Berenguer (1946-2024 y de quien en México se puede encontrar una antología sobre su obra, Raúl Zurita (1950), Roberto Bolaño (1953-2003) y Diamela Eltit (1949), implica, como dice la académica chilena Soledad Falabella, “un discurso ético relacionado con los valores de luchas políticas de las izquierdas chilenas” en el cual la escritura, y en particular la poesía, fue un acto radical de resistencia ante, continúa Falabella, “la máquina de guerra del autoritarismo de corte fascista y neoliberal instalado por la junta militar y su gobierno civil”. 

Es una generación muy interesante y sumamente comprometida con su realidad ya que vivieron hitos históricos determinantes: su juventud en los años ‘60, el triunfo del presidente Salvador Allende y el Gobierno de la Unidad Popular, luego el Golpe de Estado y la mencionada dictadura, y finalmente la transición a la democracia. Además de reflejar en su obra este contexto, crearon propuestas estéticas de resistencia y todos ellos observan una imprecación al capitalismo global, crítica que se acentúa en la actualidad. Así, como un sólo y potente canto, estas obras nos siguen interpelando como “una palabra coral”, según dijo Hernández al recibir su galardón.

En caso de Elvira, su voz poética es discreta, reservada, al igual que ella, y es casi un susurro, como su habla, aunque poderoso porque va directo al corazón de la penumbra: es una observadora silenciosa que, desde una periferia existencial, decodifica una especie de atmósfera anómala que, teniendo como escenario la urbe, circunda los órdenes civilizatorios y se refleja en los gestos, los actos, los objetos, las circunstancias, las narrativas sociales y mediáticas, los rostros, los signos, las costumbres, los decires. Hablamos de una Matrix ideológica que la poeta percibe, con el fin de revelar-denunciar una raíz oscura: el daño sistémico en lo humano y en sus constructos a partir del ejercicio del mal absoluto: el que, como dice François Cheng, “el hombre inflige al hombre y que, debido a su inteligencia y a su libertad, puede abrir abismos sin fondo”.

Es decir que, a partir de lo cotidiano, esta poesía devela la naturaleza humana de poder y violencia, aunque también muestra el absurdo de ello ante nuestra condición finita; también enuncia la racialización y precarización de los seres, la presencia invisible de los muertos de los regímenes dictatoriales en los vertederos del sistema y la corrupción moral, es decir, la “banalidad del mal”, al ser diluido el daño en el espectáculo de los días.

Por otra parte, Elvira es la sexta escritora en recibir el Premio Nacional (a la par de Marta Brunet −1961–, Marcela Paz –1982–, Isabel Allende –2010– y Eltit –2018–), y la segunda mujer en poesía a la que, después de 82 años (fue instaurado en 1942), se le otorga este galardón. La primera fue Gabriela Mistral en 1951, seis años después de haber obtenido el Premio Nobel. Es decir, esta designación señala un arco de resistencia de género y, en cuanto a la poesía, refrenda la vital importancia y aporte de esta fémina-escritura en el canon, al recibir la estafeta de una gran innovadora como Mistral, virtud que también cumple la poética de Hernández.

Foto: Archivo Fundación Neruda

Heredera de todas las batallas

Elvira proviene de una estirpe cuya Madre de Todas las Batallas es Gabriela Mistral (1889-1957,). El canon literario chileno, afirma Eltit, “es patriarcal”, y en cuanto a la poesía, ha sido implacable. Mistral fue denostada por los dueños del fundo (hacienda) poético de su tiempo, y sólo hasta que fue reconocida internacionalmente, su obra fue considerada. Además, no es hasta ahora que su legado es valorado como tal, pese a constituir, a decir de la crítica y poeta chilena Eugenia Brito, una renovación “de la sintaxis del español”, del “universo latinoamericano” y, agregaríamos, un reflejo del espíritu chileno ancestral. Mistral no sólo estuvo (y está) al tú por tú con la poética masculina patriarcal e inauguró un imaginario socio-estético, sino que abrió la puerta del reconocimiento a la poesía escrita por mujeres en Chile. Su herencia la reciben poetas cuya obra fue velada como Teresa Wilms Montt (1893-1921), Winétt de Rokha (1892-1951) y Stella Díaz Varín (1926-2006,) y, más recientemente, Rosabetty Muñoz y las poetas que, en plena dictadura, y en reivindicación feminista (Brito, Verónica Zóndek, Teresa Calderón, Lila Calderón, Soledad Fariña,), Hernández misma y Berenguer), pugnaron por la visibilización de esta escritura al organizar el Primer Congreso Internacional de Literatura Femenina (1987). Larga ha sido la lucha de esta poesía por un lugar paritario dentro de la visión androcéntrica dominante, pero Hernández, al ser ella misma otra innovadora Estrella del Sur de la lengua y una replicante de la historia sociopolítica de su país, no sólo honra esta ofrenda mistraliana, sino que muestra caminos. El Premio Nacional a una Elvira poeta, consuetudinariamente negado a la mujer escritora a lo largo de 80 años, es un acto de justicia poética que sitúa esta literatura en el canon universal. 

Foto: Javier Narváes, 2024

La poderosa habla de la resistencia

Esta obra emerge en los 80´s, tiempo caracterizado por, como afirma Brito “la revisión de los hábitos literarios, lingüísticos, sociales, impresos en la cultura latinoamericana y chilena”, esto es, un cuestionamiento de su realidad y sobre todo del arte a raíz de los traumáticos acontecimientos que vivió junto con su generación. Así, a raíz de la destrucción de la integridad humana fruto de la violencia dictatorial, la acción y sobre todo la palabra, quedaron interdictas al grado que “lo que había escrito”, ha dicho Elvira, en sus temáticas y formas, ya no tenía sentido. “La representación”, en términos de Julia Kristeva, es decir, la inscripción de la realidad, acaso vertida en la gran poesía “social”, casi panfletaria, que antecedía a estos autores, no reflejaba la herida de fondo, aún sangrante, de su sociedad, sino todo lo contrario ya que, al enunciarla como tal, le quitaba fuerza por lo que, junto con sus contemporáneos, se preguntó cómo sería hacer poesía después de la brutalidad. “Había un aniquilamiento completo de la palabra en la medida en que no podías decir nada”, dijo Hernández en una muy importante entrevista con el periodista chilensis Pedro Pablo Guerrero para Revista de Libros, del diario chileno El Mercurio (2016). “Si difícilmente desarrollabas una vida pública censurada, no ibas a sacar una poesía florida; habría sido incoherente. Sentí que hubo un desprendimiento de la manera en que yo manejaba las palabras. Iban saliendo de a poco, porque no tenía casi ninguna. Era como empezar a hablar de nuevo”.

En nuestro ámbito mexicano, simplista y desinformadamente, este gesto se percibe como una “experimentación del lenguaje”. Pero vas más allá. Lo explica Falabella: “Se trata de lenguas resistentes y rebeldes, cuya porfía por escribir crea nuevos lenguajes para pensar y soñar más allá del horror y la devastación”.

Es decir, una conciencia lúcida, profunda, como la de estos poetas, en una situación in extremis, de summun mal, crea una nueva expresión para enunciar y resistir el horror. Una conciencia al límite no “juega”, no “experimenta” con el lenguaje ni construye artificios verbales, sino que funda una palabra surgida de ese último-primer espacio, de ese vacío que es el silencio aterrado frente al inquisidor. Es un decir-sin decir no codificable para el verdugo con el fin de no ser silenciado-censurado y cuyo poder es simbólico y profundo porque proviene del grito callado ante la hoguera. Y es permanente, porque nos interpela en tanto expresa poderosa e invisiblemente el espanto justo, como diría Kristeva, a través de “su propia producción”, es decir, a través de sus procesos subterráneos, aunque innombrables y sin fondo, como dijo Cheng. De ahí la actualidad de estas obras y su importancia: haber forjado el habla in extremis de la resistencia. 

 

Y desde ese intersticio, la autora escribe, en 1981, “de un tirón”, como dijo, La Bandera de Chile, uno de los más importantes documentos poéticos latinoamericanos escritos en dictadura que por cierto circuló clandestinamente en copias mimeografiadas bajo su nom de plume, “Elvira Hernández” y no bajo su nombre civil, Rosa María Teresa Adriasola Olave, con el cual, actualmente, firma sus ensayos.

Primera batalla: La Bandera de Chile:

En 1979, una Elvira estudiante del Departamento de Literatura del Instituto de Estudios Humanísticos, donde tuvo profesores de ánimo a sistémico como el poeta Enrique Lihn (aunque no debemos olvidar que, patriarcalmente, contribuyó al borramiento de poetas de su generación como Stella Díaz Varín, cuya obra en México se encuentra aquí, el escritor Jorge Guzmán, y el filósofo y poeta Patricio Marchant (quien podríamos señalar como el maestro de la visión poética de Elvira ya que, a decir de ella, en conversación con Guerrero, Merchant no veía la poesía como un mero acto estético, sino como un espacio fundamental para el desarrollo cultural chileno, “donde se puede desarrollar un pensamiento, asistemático obviamente”, que permitiera la reflexión fuera del eurocentrismo, y sobre todo dentro de la latinoamericanidad) es detenida fuera del metro por el aparato de control del régimen, la Central Nacional de Inteligencia, CNI. Desgraciadamente, llevaba propaganda antidictadura y es confundida con una presa ferozmente buscada por esas jaurías, la llamada “Mujer Metralleta”. Pasa cinco días en el Cuartel Borgoño, uno de los abominables centros de detención y exterminio del régimen y allí, en ese desamparo, donde no existen palabras para invocar la piedad, se gesta La Bandera de Chile

 

La Bandera de Chile es usada de mordaza

y por eso seguramente por eso

nadie dice nada

***

…no verá nunca el subsuelo encendido de sus campos santos.

 

Este poema-libro fue escrito bajo mucha presión. Elvira explica a Guerrero: “Me seguían todos los días. Me llamaban por teléfono. Continué asistiendo a clases y, [cuando] pasaba un jeep, yo sentía que venían por mí”. El poema es una protesta radical que ondea, sin ondear, la bandera chilena, asumida ésta como un símbolo desmontado: no es el signo patrio reducido a mera propaganda a partir del cual la dictadura construye un nacionalismo que en el fondo encubre su impostura y es, en cambio, el ethos chileno y sangrante que, impotente, impreca: esta bandera, a la vez que enmudece, es enmudecida por el régimen; es cegada pero también enceguece a quien no vea el trasfondo. El pueblo debe callar ante el fantasma de los detenidos-desaparecidos ya bajo tierra, y ante el espectro asfixiado de los disidentes secuestrados en los llamados “vuelos de la muerte” cuyos cadáveres, hundidos dentro de tambos rellenos con cemento y arena (como le ocurrió al hijo del poeta argentino Juan Gelman, durante la dictadura de Videla en Argentina, 1976-1983), o en sacos amarrados a rieles, fueron arrojados al agua, al mar, desde helicópteros (“Los arrojaron al mar / Y no cayeron al mar / Cayeron sobre nosotros”, escribe Elvira). Es decir, el summum daño, el del hombre por el hombre, en su albedrío enloquecido y sin dios:

los tesoros perdidos en los recodos del aire
    los entierros marinos que son joya

…ficticia ríe

la Bandera de Chile

 

Cometa sin cabeza, calles del olvido, insomnio de hojas…

Si bien la poesía es inaprensible, y más estas escrituras, habría claves que nos permitan acercarnos. Elvira nos ha dado algunas: “Nunca busqué ser hermética. Incluso diría que me posicioné cerca de la antipoesía [creada por Nicanor Parra] y un lenguaje que puede ser irónico, donde la metáfora tiene poca acción o ya está incorporada al léxico”. 

Como vimos, su poesía es una reacción al discurso de poetas precedentes, como fue la “antipoesía” de Parra. Si bien, al igual que este poeta, Hernández desinstala el discurso de la representación, Elvira no es lúdica, soberbia ni socarrona, al revés de don Nica, y va más a la médula del daño, sin dejar, como ella diría, “hueso sobre hueso”.

 

Aunque sí llega a ser hermética, el conocimiento de los códigos culturales, del contexto chileno y de sus estrategias poéticas, nos iluminan. Como afirma Eugenia Brito: “Elvira Hernández toca con irreverencia un conjunto de códigos culturales a los que trastoca para liberar el sentido de una historia y de un proyecto cultural que, en sus claves más importantes (la dictadura) han reprimido etnias, grupos sociales, ritos, memoria, cultos”.

 

Elvira trastoca, como se dijo, la cotidianidad y la contrapone-yuxtapone con dichos códigos, campos de referencia, conceptos, para crear ironías, universos alternos y contrasentidos donde justamente, se halla el significado profundo de la herida. Soledad Falabella aclara: “[escribe] poesía a partir de las fuerzas detonadoras de la ironía y las paradojas del lenguaje, creando (…) mundos paralelos que pulverizan las certezas de la aparente normalidad”.

 

Por ejemplo, evoca la sociedad del espectáculo y la banalidad con que oculta el mal, como vemos en ¡Arre! Halley ¡Arre! (1986) donde, explica el poeta chileno Enrique Winter, “el cometa Halley, que se vio en Chile, lo cual fue usado como un distractor por el régimen para ocultar sus crímenes, irrumpe, como símbolo del “caso degollados”.  Con esto, se refiere a un dramático caso, de unos opositores que fueron decapitados:

 

Dicen que venía con un brillo de sol

Con un brillo de sol negro en la noche

…Dicen que era como una cabeza degollada apareciendo

sin nunca querer desaparecer

 

O también, como en su libro Cuaderno de deportes (2010), que retoma el escenario olímpico como perfecta metáfora de “la bestia desenfrenada de la competencia” y como laurel del poder inherente al sistema, donde descubre el horror en la nomenclatura urbana cercana al Estado Nacional (que fue el espacio donde, durante el golpe de Estado, los militares concentraron y asesinaron a los detenidos civiles) en Santiago:

 

Grecia se llamó la avenida

en la delantera del Estadio Nacional

y Maratón una calle aledaña

por donde los derrotados del 73

marcaron el paso con rumbo desconocido.

 

O, de manera sutil, mucho muy sutil, como en Cultivo de hojas (libro escrito entre 1999 y 2007, inédito hasta su inclusión en antologías), realiza una crítica, incluso existencial, a partir de un objeto inocuo, como una maceta, del ser latinoamericano “emasculado”, diría Rita Segato, de su espíritu y de su humanidad, de una naturaleza violentada por el capitalismo usurpador, y de un país presa de esta “dueñidad”, volvería a decir Segato: 

 

Demasiado a la sombra

crecemos como si no fuera

la semilla que somos.

Te pregunto dónde estamos.

Borrada la tierra

ardida la lluvia y

saqueado el mar

duerme como puedas maceta Chile.

Paréntesis: actas antológicas

Hasta hace algunos años, era casi imposible ubicar la poesía de Elvira, debido a la censura y avatares propios de publicar y difundir textos durante dictadura: muchos de sus libros clave que fueron escritos en los 80 fueron editados años después y en el extranjero, como fue el caso de La bandera, escrito en 1981 y publicado en 1991, en Buenos Aires, o de El orden de los días, escrito en 1982 y publicado en 1991, en Colombia. 

Asimismo, esos y otros volúmenes y varios conjuntos de poemas eran inencontrables ya que circularon clandestinamente o fueron editados en mínimos tirajes o en cuadernillos y revistas. Afortunadamente, en 2013, el poeta y editor chileno Guido Arroyo, uno de los principales críticos de la autora, resarce esta situación al publicar, en su sello Alquimia Ediciones, Actas Urbe (que puede encontrarse en México en aquí), primera antología de la Elvira, que incluye sus títulos iniciales y los textos dispersos, poemas inéditos hasta entonces, además de un apéndice crítico. Posteriormente, en diálogo con esta primera reunión, el crítico y editor chileno Vicente Undurraga edita Los trabajos y los días (Lumen, Santiago de Chile, 2016, 2024, que en México puede encontrarse aquí) la cual es, hasta el momento, la más importante y completa antología de Hernández, y la más aclaratoria en cuanto a su trayectoria poética, ya que todos los títulos y conjuntos de poemas de la autora están antologados cronológicamente conforme los años en que fueron escritos. Existen otras antologías a modo de cuadernos que pueden encontrarse en México: Elvira Hernández. En breve. Edición de G. Arroyo, USACH, México, 2019, 2020, Primer corte, Fondo de Cultura Económica, col. Vientos del pueblo, Santiago de Chile, 2024 y, recientemente, Elvira Hernández. Selección y nota introductoria de Guido Arroyo González, Material de Lectura 240, UNAM, México, 2025.

 

Observancia peripatética desde la ventana

Elvira es una observadora sigilosa y aguda. Es una caminante de la urbe en solitaria conciencia. Camina por un “Santiago-Waria” (en alusión a Santiago Waria, uno de sus más importantes títulos, de 1992. Waria, en mapudungun, significa ciudad), es decir, por una ciudad occidentalizada-colonizada (que bien podría ser México-Tenochtitlán) que sepulta sus raíces. Como afirma Falabella, “a través de ese paralelismo, denuncia y desmonta el dominio colonial de las tierras mapuche”. Dice Elvira, en el íncipit de este libro: “Así como Atenas fue Astu para los griegos/ y Roma Urs para los romanos. / Santiago fue Waria para los mapuches”. 

Y en este caso es más grave, porque el ocultamiento es doble, ya que la caminante poética va a la deriva, sin nombre, como si fuese una “Non Nomine” (que significa sin nombre. Denominación a los cuerpos de las víctimas de los regímenes dictatoriales, que no eran identificados), como dice el crítico y poeta mexicano Alí Calderón (https://mascultura.mx/ali-calderon-el-habla-borrada-de-los-ausentes/), por la ciudad latinoamericana desmemoriada de sus heridas, mismas que la poeta no deja-dejará de nombrar, ni aún después de la dictadura, tal como dice en el mencionado título:

 

Jota, recalco, no cambiaré ni una jota de lo escrito. (…) Se perdieron 20 años de nuestras vidas. (…) El tropelista jugó bolos con nuestros huesos. Nos ganó el quién vive en una mesa de trucidamientos y vivisecciones. Nos condenó a caminar por las calles de la morgue (…). Los jueces dormían el sueño que sigue al almuerzo. Somos ambulantes, callejeros, con veinte años muertos a nuestras espaldas como una joroba o una pierna lisiada, imposibilitados de escalar el futuro, (…)

                                         nos corresponde la Ruleta Rusa…

 

Caminando y pensando, la poeta adelanta el paso, se detiene, reflexiona, vuelve a andar. Desde la periferia existencial de la lucidez, como se dijo, descubre los códigos anómalos en esta urbe-escenario que el ojo profano no ve para velarlos-desvelarlos en su poesía, a manera de una insurrección. 

Filósofa de formación (realizó sus primeros estudios universitarios en Filosofía en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile), bien podría pertenecer a la Escuela filosófica Peripatética de la antigüedad, aunque claro, por forma (la caminata) mas no por método ni mucho menos por concepción de la Polis aristotélica sino todo lo contrario. Es más, libros de poesía en mano, Elvira bien que podría fundar su propia Escuela Peripatética Poética para desandar los caminos de un Santiago-Waria a modo de un recorrido filosófico, existencial y político, por esta especie de peripatos que bien podría ser la gran metáfora de nuestra empobrecida, colonizada, racializada, violentada, patriarcal, deforestada, Polis Latinoamericana.

Aunque también, la poeta observa en quietud, como en Pájaros desde mi ventana (2018, Premio Círculo Críticos de Arte de ese año). De un vistazo, la poeta-filósofa descubre la condición humana al mirar, desde su ventana metafísica y, prácticamente, desde la ventana de su casa (y mientas cocina, como Sor Juana y Teresa de Ávila), la condición humana: 

 

Mientas vigilo ollas en la cocina

en la ventana se muestra

un cuerpecillo que salta

ocultándose en la hojarasca.

Detrás un zorzal ha bajado.

Se encarniza con el picoteo entre las hojas.

Un caparazón vacío

es lo que ha quedado en tierra.

Y un instante para pensar con Schopenhauer.

La vida como una cadena de seres 

que se devoran mutuamente.

 

Pero acaso haya un dejo de esperanza en sus meditaciones, expresado con mayor templanza; al igual que todos estos poetas in extremis, su escritura desemboca en una pureza, llaneza del lenguaje, que bien podría ser la decantación de su escritura y de su conciencia de vida. Veamos. En Raúl Zurita, su escritura monumental desemboca en la frase “Y llorarás”, que es la certeza del ser ante la caída definitiva; en Carmen Berenguer su “vocería” radical se encauza en una crónica poética escrita desde la coloquialidad más absoluta del estallido social en Chile de 2019 y en Elvira Hernández, en un espacio de libertad, acaso:

 

Es un placer inmenso

La contemplación

De una jaula vacía.

Ojalá.