Select Page

La subversión de lo cotidiano: La cartera, de Francesca Giannone

La subversión de lo cotidiano: La cartera, de Francesca Giannone

Por Fernando Sanabrais 

La cartera (Duomo ediciones, 2024), de Francesca Giannone, es una de esas novelas que permanecen. Y no por un alarde de estilo ni por una construcción grandilocuente, sino por lo contrario: por su fidelidad a los gestos mínimos, su templanza, su atención a lo que verdaderamente importa. La cartera es, en el fondo, un acto de resistencia. Anna Allavena, su protagonista, no grita, no posa, no se sube a ninguna tribuna: reparte cartas. Y en cada sobre va un fragmento de humanidad, un pequeño pulso que conmueve más que cualquier arenga.

La historia parte de una premisa sencilla: en 1934, una mujer del norte llega a un pueblo del sur italiano ―Lizzanello― tras seguir a su esposo. Pero Anna es incapaz de llevar el papel de la esposa sumisa y católica. Atea, culta y silenciosamente provocadora, es una extranjera entre los suyos: la forastera. Al poco tiempo decide concursar por la plaza de cartera, un oficio hasta entonces reservado a los hombres y que, en el fondo, no es otra cosa que convertirse en el centro de una comunidad: la que sabe, la que lleva, la que escucha, la que lee lo que otros no pueden, o no se atreven a leer.

Desde ese planteamiento se despliega una novela profundamente política, sin necesidad de manifiesto alguno. Porque si algo tiene Anna es una terquedad amorosa que incomoda: a su familia, a su esposo, al religioso del pueblo, a la lógica establecida. No busca escándalo: exige dignidad. Y eso, en contextos conservadores, resulta un escándalo en sí mismo.

Giannone escribe con una prosa engañosamente sencilla. Nada sobra. No hay adornos, pero sí una destreza narrativa que recuerda a Natalia Ginzburg o una Ferrante más contenida. Lo que no se narra ―la guerra, el fascismo, el derrumbe político― se insinúa en los silencios, en las ausencias, en las cartas que no llegan. Porque La cartera no es una novela histórica, sino algo más integral: una novela con memoria, con tiempo, con comunidad.

En torno a Anna no hay personajes decorativos, sino presencias que inquietan. Tienen deseos, contradicciones y callan demasiado. El esposo que la ama, pero cuyo amor no alcanza para entenderla. El cuñado que la sostiene con una lealtad irrenunciable. Las vecinas que primero la rechazan y luego la aceptan en un gesto de redención afectiva. El cura que la percibe como una amenaza al orden natural. No hay maniqueísmo: se impone la humanidad. 

La bicicleta de Anna ―su vehículo para repartir cartas y fracturas de lo cotidiano― se vuelve emblema de una revolución silenciosa. La vemos cruzar caminos polvorientos, detenerse en casas humildes, leer en voz alta misivas que curan o destrozan. A veces, ambas cosas. Porque Anna sabe que cada carta contiene mucho más. Dolor, deseo, abandono, esperanza. La escritura ―la carta manuscrita, con su sello y su espera― adquiere aquí un carácter casi sagrado. Frente a un mundo que se desmorona, las palabras aún pueden sostenernos.

Hay una escena que condensa esta intuición: una mujer analfabeta recibe una carta de su hijo en el frente. Anna la lee. La mujer llora. Le pide que la lea de nuevo. No porque no la entendiera, sino porque quería volver a escucharlo. Literatura en su forma más esencial: la palabra como puente entre el que parte y el que espera.

Pese a su tono sosegado, la novela está hecha de decisiones narrativas contundentes. Giannone elige contar el fascismo desde la cocina, la Segunda Guerra desde los patios, la opresión desde las oraciones. No necesita estruendos: le basta con un silencio, una mirada, una carta sellada con un nombre que ya no responde.

Por momentos, la novela se lee como una crónica doméstica; por otros, como una declaración de principios. Pero, en el fondo, nunca deja de ser una historia de amor. Amor por los otros, por el lenguaje, por aquello que vale la pena sostener. Anna no cambia el mundo, pero transforma sus calles, a sus vecinas, ese núcleo esencial donde deberían comenzar las revoluciones. Su microrrevolución, esa obstinación de estar ahí para los demás, carta tras carta, es más poderosa que muchas épicas. Como escribió Natalia Ginzburg: 

Lo que tienen que hacer las mujeres es defenderse con uñas y dientes de esta malsana costumbre, porque un ser libre no cae casi nunca en el pozo ni piensa siempre en sí mismo, sino que se ocupa de todas las cosas importantes y serias que hay en el mundo, y solo se ocupa de sí mismo esforzándose por ser cada día más libre.

Anna es eso. Una mujer que se ocupa del mundo. De su mundo. De ser, día con día, más libre entre los otros.

La recepción ha sido contundente: premiada con el Bancarella, traducida a varios idiomas, celebrada por los lectores y la crítica. Pero más allá de los números y reconocimientos, La cartera ha trascendido por las recomendaciones entre sus lectores.  

Giannone escribió esta historia pensando en su bisabuela. Al hacerlo, escribió también sobre todas esas mujeres que sostuvieron el mundo sin pedir nada a cambio. Las que hicieron patria desde una mesa, con tinta, con el cuerpo, con silencio. Y quizá este libro consiga lo que hoy parece inconcebible: impulsarnos a escribir una carta, a leerle a alguien en voz alta, a volver a lo esencial. A ocuparnos de las cosas importantes y serias que hay en el mundo. Porque eso también es ejercer la libertad. Y esa, como nos recuerda Anna, también puede repartirse a través de palabras entregadas a tiempo.+

Fernando Sanabrais. Nunca está de acuerdo con su semblanza ni con la última frase, por ejemplo. Escribe, a pesar de todo.