Cuerpos que no coinciden: atmósfera y mentira en El país de las maravillas, de Hanna Nordenhök
Por Alejandra Gotóo
El país de las maravillas, de la autora sueca Hanna Nordenhök, es una novela que más que contar una historia instala una presión invisible en el cuerpo del lector. Es uno de esos libros que avanzan no por acumulación de hechos, sino por desplazamientos mínimos en la percepción, por una sensación persistente de extrañeza que nunca termina de explicarse.
Desde las primeras páginas, algo no encaja del todo. No es un quiebre estridente, sino un leve corrimiento: una grieta casi imperceptible entre lo que se dice y lo que se siente. Nordenhök construye una novela coral y prismática, compuesta por historias que ocurren en distintos lugares del mundo, pero que comparten una misma vibración: personajes que habitan relatos que no terminan de coincidir con sus propios cuerpos; cuerpos que cargan memorias que el lenguaje no alcanza a nombrar.
La novela se despliega como una exploración de la mentira contemporánea, no sólo como acto consciente, sino como condición de época. Nordenhök piensa la falsedad como un virus global: un sistema de simulaciones, autoengaños y ficciones íntimas que atraviesan lo personal, lo político y lo digital. Vivimos hiperconectados y, al mismo tiempo, profundamente aislados. Creamos intimidad mientras levantamos muros. Ése es el terreno donde El país de las maravillas echa raíces.
El cuerpo como archivo
Uno de los ejes más potentes de la novela es la manera en que el cuerpo funciona como espacio de memoria. Los personajes no siempre pueden narrar su pasado, pero lo encarnan. Sus gestos, deseos, enfermedades y violencias son formas de recordar sin palabras.
La figura que abre la novela condensa esta tensión de manera brutal: una mujer sin hogar que finge ser una niña. No se trata de un disfraz ingenuo, sino de una operación desesperada. La infancia aparece como un paraíso perdido, un lugar imposible al que el cuerpo insiste en volver. Ese deseo, sin embargo, choca con una materialidad implacable: un cuerpo envejecido, expuesto, violentado por la vida en la calle y por la mirada ajena. El cuerpo se convierte así en el paisaje de una batalla interna, un territorio donde el pasado no deja de operar como enemigo.
Algo similar ocurre con otros personajes: la mujer que habita la llanura y cuyo cuerpo parece fundirse con ese espacio hostil; los periodistas cuya rivalidad profesional está atravesada por una tensión erótica apenas disimulada. En todos los casos, el cuerpo no es un soporte pasivo, sino un lugar activo de inscripción: una superficie donde se escriben la historia, la culpa, el anhelo y la mentira.
Atmósfera antes que explicación
Nordenhök no escribe para aclarar. Su apuesta es otra: abrir zonas de ambigüedad, sostener preguntas. La atmósfera no es un adorno estilístico, sino un método narrativo. Cada escena se construye como un espacio físico: se perciben los olores, la presión del encierro, la intemperie, la cercanía incómoda de otros cuerpos.
La autora viene de la poesía y aunque ya no escriba poemas, esa formación sigue respirando en su prosa. Su lenguaje atiende al ritmo, a la imagen, a la respiración de la frase. No explica: deja que el lector habite.
Las imágenes suelen ser el punto de partida. Una mujer en un sótano. Una casa familiar cargada del olor de la cocina. Un cuerpo tendido en la llanura. A partir de esas visiones, la narración se despliega con una lógica orgánica, más cercana a la asociación que a la causalidad. El tiempo se pliega, se superpone, vuelve sobre sí mismo. La memoria aparece como un conjunto de restos que se iluminan y se apagan.
Mentir como forma de estar en el mundo
La mentira, en El país de las maravillas, no es sólo un acto individual. Es un estado existencial. Los personajes se engañan a sí mismos tanto como a los otros. Viven ficciones necesarias para sobrevivir. Nordenhök sugiere que el autoengaño no es una anomalía, sino una condición humana: somos seres camaleónicos, capaces de habitar múltiples relatos sin coincidir plenamente con ninguno.
En este sentido, la novela dialoga de manera directa con nuestro presente: la disolución de los límites entre lo público y lo privado, la exposición constante, la sensación de que algo íntimo siempre está siendo observado. Hay una falsa cercanía en los mundos digitales, una intimidad que convive con una soledad radical. Nordenhök no ofrece diagnósticos cerrados, pero deja que esa inquietud atraviese la novela como una corriente subterránea.
Un país subterráneo
El título de la novela abre otra capa de lectura. En sueco, la palabra para el País de las Maravillas de Alicia (underland) contiene un doble significado: maravilla y subterráneo. Ese doble fondo atraviesa toda la novela. Hay siempre un nivel oculto, salvaje, incontrolable. Ese país de las maravillas no es un refugio luminoso, sino un territorio de anhelo: el deseo de ser visto, amado, aceptado. Un espacio de transformación constante, donde los cuerpos cambian y se desajustan. Como la Alicia de Carroll, los personajes de Nordenhök crecen y encogen, envejecen y rejuvenecen, se deslizan entre identidades sin encontrar un punto estable.
La mujer que abre la novela también la clausura. No porque su historia se resuelva, sino porque encarna el núcleo del libro: vivir en el margen como una elección ambigua, dolorosa, pero también como una forma de libertad. Su vida es un teatro permanente, una ficción sostenida con el cuerpo.
El país de las maravillas no quiere decirle al lector qué pensar. Quiere acompañarlo en una exploración. En un mundo saturado de respuestas rápidas y discursos cerrados, la novela de Hanna Nordenhök apuesta por otra cosa: habitar el desajuste y escuchar lo que ocurre en los bordes.
Alejandra Gotóo (@akemigotoo) ha aprendido tanto de los libros como de los trayectos. Escribe escuchando: a los otros, a los silencios, a lo que se dice sin querer. Sus textos nacen ahí donde una experiencia personal empieza a resonar en alguien más.
