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Cecilia Vicuña: soñar el agua para que la memoria no se seque

Cecilia Vicuña: soñar el agua para que la memoria no se seque

En el corazón del arte latinoamericano, donde las raíces se entrelazan con los vientos del cambio, Cecilia Vicuña (Santiago de Chile, 1948) teje un canto que resuena como un río subterráneo. Su obra, un tapiz de hilos frágiles y memorias indómitas, es un puente entre lo ancestral y lo urgente, entre el susurro de la tierra y el grito de los silenciados. Vicuña no sólo crea; ella invoca, conjura, resiste. Llama a su práctica “lo precario”: un arte que, con la humildad de lo efímero, sostiene la inmensidad de lo esencial.

Nacida en un Chile de cordilleras y mareas, su voz artística comenzó a vibrar en los años sesenta, cuando la poesía se le reveló como palabra, pero también como cuerpo, como gesto, como herida abierta. El golpe de Estado de 1973 la arrancó de su tierra y la lanzó al exilio, pero su arte no se quebró: se transformó en un refugio de memoria, un espacio donde el dolor colectivo y la resistencia íntima se encuentran. Desde entonces, su obra ha sido un quipu contemporáneo, un nudo que guarda el saber de los pueblos andinos mientras dialoga con el presente.

En 2023, el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) acogió “Cecilia Vicuña: Soñar el agua”, una exposición que no fue mera retrospectiva, sino un portal hacia su cosmos poético. El título, como un verso susurrado por el viento, condensa su esencia: soñar el agua es imaginar la vida en un mundo que la agota, es escuchar los murmullos de ríos y cuerpos silenciados, es invocar lo vital desde la fragilidad. La muestra, un tejido de poemas visuales, quipus reinventados, pinturas, instalaciones y objetos encontrados, recorre seis décadas de creación ―desde los sesenta hasta el presente― y revela una verdad: el arte de Vicuña no se exhibe, se experimenta.

El agua, símbolo y urgencia, fluye como hilo conductor. Es memoria líquida, cuerpo femenino, bien común amenazado por el extractivismo. En sus “precarios” —esas pequeñas esculturas de lanas, palos, piedras y pigmentos naturales que parecen desvanecerse al tocarlas— hay una poética de lo mínimo que desafía lo monumental. Cada pieza, creada en playas, cerros o esquinas urbanas, es un acto de resistencia silenciosa, un recordatorio de que lo frágil puede ser indestructible. Sus quipus no sólo evocan el pasado precolonial, sino que lo reimaginan como un lenguaje vivo, un diálogo entre la tierra y quienes la habitan.

La relevancia de Vicuña radica en su capacidad para entrelazar luchas que resuenan en nuestro tiempo: el feminismo, la defensa de los pueblos originarios, la crisis ecológica. Su obra es un espejo donde se reflejan las heridas de la colonización y el extractivismo, pero también la resiliencia de quienes resisten. Conocer su trabajo es urgente porque nos confronta con preguntas esenciales: ¿cómo preservar lo que está al borde del colapso? ¿Cómo escuchar las voces que la historia ha silenciado? Vicuña nos enseña que el arte puede ser un acto de sanación, un vehículo para reconectar con la tierra y con las memorias que laten en ella. En un mundo de consumo voraz y olvido acelerado, su práctica nos invita a detenernos, a tocar lo esencial, a imaginar futuros donde el agua —y la vida— no se agoten.

“Soñar el agua” es también un manifiesto político. En cada obra, Vicuña entrelaza lo personal —su exilio, su infancia en Chile, su lengua colonizada y liberada— con lo colectivo: la voz de los pueblos originarios, la denuncia de la explotación ambiental, la lucha feminista que late en cada fibra de su trabajo. Sus instalaciones, como altares contemporáneos, convocan a los espectadores a escuchar el susurro de lo que aún vive, aunque esté al borde del colapso. Su arte no se conforma con ser visto; exige ser sentido, habitado, transformado.

Chile, su centro gravitacional, palpita en cada rincón de su obra. No es sólo un país de mapas y fronteras, sino un Chile profundo, de aguas sagradas y memorias que resisten el olvido. En un mundo herido por el desarraigo y la crisis ecológica, Vicuña propone una revolución callada: volver al origen, tocar la tierra, soñar el agua. Su legado no se mide en objetos que perduran, sino en los ecos que despierta: un verso que se enreda en la piel, un nudo que guarda un relato, un gesto que transforma el espacio.

Conocer el trabajo de Vicuña es un acto de resistencia en sí mismo. Es aprender a ver lo precario como un refugio de fortaleza, a escuchar los murmullos de la tierra como una guía para el futuro. Su arte nos desafía a mirar y, sobre todo, a participar en la creación de un mundo donde la memoria, el agua y la vida sean sagrados. Hoy, cuando su obra habita los museos más prestigiosos del mundo, desde el MoMA hasta la Tate Modern, Cecilia Vicuña sigue siendo un faro de lo precario. Su voz, como un río que no se detiene, hilvana poesía, cuerpo y territorio en un canto que trasciende el tiempo. Soñar el agua es su invitación a imaginar otros futuros posibles, a sostener la memoria de lo que fuimos para construir lo que seremos. En cada hebra de su arte, Vicuña nos recuerda que lo esencial, aunque frágil, nunca se desvanece, sino que fluye, resiste, renace.+