Mario Mendoza y la desolación contemporánea: Vírgenes y toxicómanos

Mario Mendoza y la desolación contemporánea: Vírgenes y toxicómanos

En la obra de Mario Mendoza, uno de los narradores más intensos y perturbadores de la literatura colombiana reciente, la ciudad y sus habitantes son siempre un campo de batalla entre lo real y lo delirante. Su novela Vírgenes y toxicómanos (Planeta) es un ejemplo contundente: un relato que sacude desde la primera página y que sigue resonando en el lector mucho después de haber cerrado el libro.

La historia gira en torno a Anton Echeverry, un abogado comprometido con la defensa de los derechos humanos que se derrumba tras la muerte enigmática de su esposa. A partir de entonces, su vida se convierte en un tránsito entre el dolor, la obsesión y un proyecto desesperado por salvar a su hijo Martín, un joven sociólogo brillante que quedó discapacitado tras un accidente.

En ese vínculo truncado entre padre e hijo se abre la herida central de la novela. El hallazgo de Anton de que Martín y un amigo —también marcado por la enfermedad y la precariedad— se definen a sí mismos como “la tristeza de Dios” funciona como detonante. El padre pone en marcha un plan audaz para rescatarlo, pero las consecuencias de ese gesto lo arrastran a un terreno donde los límites entre la cordura y el delirio, entre lo real y lo alucinatorio, se vuelven difusos.

Con una escritura que se mueve entre lo filosófico y lo visceral, Mendoza convierte esta historia en una exploración de los estados intermedios de la existencia. Vírgenes y toxicómanos habla de la fragilidad humana, del desarraigo y de la imposibilidad de aferrarse a certezas en un mundo que se desmorona. “Hay muchos mundos, muchos estados. Todos estamos en tránsito. Nada aparece de la nada y nada desaparece del todo”, se lee en uno de sus pasajes, casi como un eco que sintetiza la obra.

Nada es lo que parece en esta novela: ni la familia, ni la ciudad, ni la identidad. Lo que emerge, en cambio, es una radiografía descarnada de la soledad contemporánea y del peso insoportable de las pérdidas. Mendoza reafirma aquí su capacidad para incomodar, para descolocar al lector y enfrentarlo a la intemperie de la existencia.