+Lecturas: Entrevista a Nora de la Cruz por su libro Duerme, cicatriz
El disparador narrativo es brutal: una mujer despierta en una cama de hospital tras haber sido intervenida de emergencia. El cuerpo, recién abierto y zurcido, se convierte en territorio de exploración y resistencia. Desde esa fisura literal emerge la historia de Lina, una mujer que, al recordar, recobra. El relato no sigue una línea recta; se fractura, se detiene, salta en el tiempo. Así, lo corporal y lo narrativo se funden en una estructura que reproduce el acto mismo de cicatrizar.
“Esta historia comienza con la palabra sangre”, escribe la autora en las primeras páginas. Y no es una frase decorativa. Sangre es trauma, pero también vida. Es genealogía y es furia. Duerme, cicatriz es una novela que no teme mirar de frente lo que incomoda: la sala de urgencias del IMSS, la culpa de no haber querido ser madre, la ternura no idealizada entre amigas, la sexualidad ambigua de una adolescencia marcada por Nirvana y Alanis Morissette.
Nora de la Cruz no propone una literatura testimonial, sino un acto de reconstrucción imaginativa. Desde una voz que se dirige directamente al lector —como si lo mirara a los ojos desde una cámara invisible—, la protagonista comparte sus miedos, sus memorias, sus duelos y sus descubrimientos. El humor aparece no como ornamento, sino como defensa legítima: una manera de desactivar el peso del dolor sin minimizarlo.
“Quería que hubiera humor, pero sin convertir el cuerpo femenino en chiste”, ha dicho la autora en entrevistas recientes. En efecto, el humor en Duerme, cicatriz es político: es una forma de contar sin reproducir la mirada dominante. La novela no se desentiende de las violencias estructurales (médicas, familiares, sexuales), pero no se victimiza. Lina no es una heroína, ni una víctima. Es, como muchas, una mujer que ha tenido que aprender a nombrar lo que le pasó para dejar de sentir que le pasó sin ella.
El cuerpo —tan presente en la literatura contemporánea escrita por mujeres— aquí es archivo, herida, geografía. Pero también es lenguaje. En su estilo, De la Cruz oscila entre lo poético y lo directo, lo confesional y lo irónico. Y siempre con una mirada lúcida que revela las fisuras entre lo que se espera de una mujer y lo que ella decide ser.
Lo más inquietante no es el bisturí ni el diagnóstico, sino la forma en que la narradora reconstruye todo lo anterior desde la mesa de hospital: cada recuerdo vuelve con un peso nuevo, cada gesto de infancia, cada mirada materna, cada deseo no formulado. Duerme, cicatriz es una novela que, sin abandonar la narrativa íntima, se convierte en una reflexión profunda sobre el cuerpo como campo de batalla, pero también como refugio y mapa de lo posible.
Nora de la Cruz ha escrito una novela que, con crudeza y belleza, nos obliga a hacernos una pregunta vigente: ¿qué pasa cuando el cuerpo ya no puede callar, pero el lenguaje aún no alcanza?
