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La reconstrucción de una historia está en comunidad. Una entrevista con Alejandra Moffat

La reconstrucción de una historia está en comunidad. Una entrevista con Alejandra Moffat

Alejandra Moffat nació en Los Ángeles, Chile, en 1982. Ha escrito cuentos, obras de teatro, novelas y guiones para cine. En 2022 publicó Mambo, su segunda novela, la cual recientemente llegó a México gracias a Hachette Literatura.

La historia sigue de cerca a Ana y Julia, dos hermanas que viven, junto con sus padres, en el sur de Chile. En medio de una vida clandestina —la dictadura les obliga a ocultar su identidad—, el padre las acerca al mundo y sus peligros a través de ilustraciones de animales que él mismo dibuja. Un espacio donde la fantasía convive con el terror de una época. En este mundo existen duendes, mapas rotos, cartas quemadas, un águila que todo lo mira y lo persigue, lo mismo que un puma que acecha las proximidades de su hogar. La infancia se convierte en un espacio donde la fantasía y el terror coexisten.

En esta ocasión conversamos con Moffat acerca del proceso de escritura de Mambo, su paso por México, el oficio de narrar desde la infancia y los vínculos invisibles que la literatura es capaz de tejer. 

¿Cómo fue el proceso de escritura de Mambo?

Llegué a México en 2014 gracias a una beca para artistas iberoamericanos. Fue ahí donde comenzó a germinar la primera semilla de lo que se convertiría en Mambo

Desde hace años me interesan mucho las cartas y los archivos. Cuando era adolescente coleccionaba postales, notas, cartas que encontraba dentro de libros de segunda mano o que amigos me regalaban. Durante aquel tiempo imaginé una novela ambientada en la dictadura, construida a partir de ese tipo de materiales. Con el tiempo, el proyecto fue mutando hasta convertirse en lo que es hoy.

Me tomó muchos años poder escribir esta historia, no sólo por la complejidad temática, sino porque fue un proceso de exploración constante, de transformación.

Pareciera que en épocas de coyuntura social se crearan nuevos lenguajes. ¿Cómo se habla de lo que, durante muchos años, no se pudo hablar?

Probablemente esos cambios en la forma de usar el lenguaje fueron los que me acompañaron durante el proceso de escritura de Mambo, pues experimenté con muchas maneras distintas de narrar lo que me importaba: la infancia en un entorno donde la verdad debe esconderse.

Mis padres fueron militantes y vivieron situaciones muy difíciles durante el periodo de dictadura, al igual que muchas otras familias chilenas. Me preguntaba: ¿cómo escribir una historia de fraternidad donde los padres deban ocultar estas situaciones? Es decir, sin que exista la honestidad como base. Ésa fue una de las preguntas que me acompañó durante el proceso de escritura de la novela. 

Me interesa mucho trabajar con la infancia, con esa forma espontánea de observar el mundo. Con voces que ponen en cuestión el mundo adulto, el sentido común, la norma e, incluso, el uso de los secretos. Hay preguntas que para los adultos pueden parecer un tabú, pero que para las infancias no lo son. 

También quería que los lectores, desde su adultez, acompañaran a esas niñas y, quizás, recordaran algo de su propia infancia.

¿De qué manera llegaste a la voz de Ana, la narradora?

La voz infantil me permitía algo esencial: mezclar el terror, el miedo y la opresión con la ternura, el juego y lo que no siempre se logra comprender.

Buscaba que esa voz lograra transitar, de forma distinta, por el mundo. Entendiendo que las cosas no son buenas ni malas, ni blancas ni negras, como suele pasar en la adultez. Los matices son importantes en este tipo de situaciones. 

La novela comienza con Ana, en su niñez, y termina cuando ya es casi una adulta. Ese tránsito también implica una transformación de su lenguaje. Ese fue uno de los mayores retos: construir una voz capaz de cambiar y de crecer, pero sin perder lo que la hace única. Ana —o Anaconda, como le gusta que la llamen— tiene una mirada punzante, precisamente porque no está anclada al mundo de los adultos. 

Encuentro muchas similitudes entre Mambo y otras novelas, como Quién se hará cargo del hospital de ranas (Eterna Cadencia, 2019) de Lorrie Moore, Space Invaders (fce, 2020) de Nona Fernández y Formas de volver a casa (Anagrama, 2011), de Alejandro Zambra. ¿Sientes alguna relación con estos libros?

Sí, creo que tienen en común que son libros que, al ser leídos desde la adultez, nos devuelven a esos momentos clave en los que todo cambia. Instantes en los que comprendemos algo nuevo acerca del mundo o acerca de nuestro contexto.

En un punto los personajes empiezan a notar que algo no encaja y que hay silencios. Es ahí donde aparece la pregunta: “¿qué fue lo que en verdad pasó?”. Ese tránsito hacia el entendimiento tiene mucho que ver con lo que se suele llamar “pérdida de la inocencia”.

¿Cómo ha sido el paso del guion cinematográfico a la escritura de una novela?

Para mí fue muy liberador. Trabajo mucho en cine, escribo guiones desde hace años y le dedico gran parte de mi vida. Pero el cine te obliga a pensar en términos de producción de imágenes y sonidos: qué se puede filmar, cuántos personajes, cuántas locaciones. En cambio, la novela te permite imaginar sin preocuparte por nada de eso.

Escribir Mambo fue un lujo. Desde el inicio supe que sería una novela, no un guion. Me interesaba trabajar con la perspectiva de Ana, pero también con la de personajes secundarios, y lograr que, aunque fuera por un breve instante, su punto de vista se colara en la narración.

Eso me recuerda a algo que decía Lucrecia Martel: no se trata de dominar a los personajes, sino de permitirles conservar su misterio, aceptar que existen zonas grises. Ésa fue la clave para mí.

A pesar de esto, resultó una novela difícil de escribir. A veces todo fluía con naturalidad y otras aparecía desde un lugar más doloroso, o desde complejidades técnicas. Porque uno, al escribir, también va atravesando su propia vida.

Sin embargo, lo que más disfruto de escribir es la reescritura. Ese momento en que ya tienes el material y puedes trabajar con el ritmo, las respiraciones, las elipsis, los inicios y finales de cada capítulo. Es lo que más me emociona.

¿Contar estas historias puede ayudar a resignificar el dolor, a sanar experiencias propias? 

Más que hablar en términos de sanar, pienso en lo comunitario: en compartir, en hablar, en escuchar lo que los lectores te devuelven.

Me ha pasado con personas ajenas al contexto político chileno, que al leer Mambo reflexionan acerca de su propio entorno y de lo que pasaba en sus países. Creo que la clave de la reconstrucción de una historia siempre está en comunidad. 

Cuando hablamos de la dictadura chilena hablamos de diecisiete años de una cotidianidad alterada. Vivir en dictadura es algo que marca mucho y que cambia muchas cosas acerca del funcionamiento de todo. Tanto íntima como socialmente. 

No hay una manera de cerrar o concluir una época histórica a través de la escritura. Pero sí me interesa experimentar con distintas formas de narrar estas vivencias, desde lugares no convencionales que nos permitan comprender, y a veces no comprender, el mundo… de encontrarlo profundamente misterioso. 

¿Podrías ahondar más en la dimensión comunitaria de esta búsqueda? 

Totalmente. Escribir puede parecer un acto solitario, pero no lo es, sino que es comunitario. Uno dialoga con escritores, con fantasmas, con voces que nos acompañan, porque siempre se escribe en presente, y todo lo que se ha escrito ha sido desde ese lugar.

La oralidad está al centro y tiene que ver con compartir algo que se vivió, con mutarlo y transformarlo. Es como si se tratara de un teléfono descompuesto infinito. 

Ahora que Mambo se publica en México, ¿qué esperas que pase con la novela?

México es un país al que le tengo mucho cariño. Viví ahí y fue el lugar donde comencé a escribir Mambo. Por eso me emociona que ahora llegue a las y los lectores mexicanos.

Me encantan los clubes de lectura, me recuerdan a cuando mi hermana mayor me leía. Espero que Mambo pueda llegar a alguno de esos espacios.

El camino de un libro es misterioso. A veces encuentra a sus lectores de inmediato, a veces pasan años. Pero eso, en vez de asustarme, me emociona. Pienso en El libro vacío (1958) de Josefina Vicens, que fue redescubierto mucho tiempo después. Me gusta pensar que cada libro tiene su propio tiempo y que hay que confiar en ese viaje. Porque significa que es un camino vivo.

Finalmente, ¿la poesía tiene algún lugar dentro de este recorrido?

Por supuesto. De niña, en realidad, no me interesaba mucho. Crecí en un “país de poetas” y eso, a veces, puede pesar. Pero más adelante tuve un segundo encuentro con la poesía que me resultó fascinante.

Me sorprendió descubrir que las palabras que ya conocemos, cuando se combinan de formas distintas, pueden llevarte a lugares profundamente misteriosos e imposibles de explicar.

Creo que eso es lo que más me interesa. Ese misterio. Espero que nunca se agote. Y que tampoco dejemos de hablar de las cosas que nos duelen ni de pensar en lo comunitario. Eso es lo que anhelo.+