El librero de Xavier Velasco
Esta vez visitamos —o mejor dicho, nos adentramos— en la biblioteca personal de Xavier Velasco, un espacio que él mismo describe como “el más especial de mi vida”. Más que un cuarto repleto de volúmenes, es un territorio afectivo: un archivo de lecturas, pérdidas, obsesiones, mudanzas, perros que mordisquean primeras ediciones y recuerdos que se cuelan entre las estanterías.
La biblioteca de Cassandra
Velasco comienza mostrando uno de sus rincones más queridos: la biblioteca de Cassandra. No se refiere a la mitológica, sino a su perra, célebre en sus redes por su elegancia y su temperamento lector… o al menos, mordedor. Con humor, recuerda haber mostrado una foto de Cassandra a Mario Vargas Llosa. “Me dijo que estaba leyendo Conversación en La Catedral. Lo tenía todo mordido. Y Vargas Llosa respondió: ‘Bueno, al menos tiene buen gusto’”.
Entre ladridos y libros, Velasco señala copias marcadas, ediciones repetidas y otros volúmenes menos afortunados. “A veces confundo la biblioteca con la bodega”, dice riendo, consciente de que su caos organizado es parte de su identidad como lector. “El problema no es cuántos libros tengo, sino cuántos no he leído. Hay libros que jamás leeré. Y algunos podrían haberme encantado, pero voy a morir sin saberlo”.
Los libros que faltan, los libros que sobran
Cuando se le pregunta por el libro que aún no tiene y siente que necesita, sacude la cabeza: no vive obsesionado con lo inencontrable. “Eventualmente aparecerán. Y si no, ni modo. Bastantes tengo ya que no he leído”. La paradoja del lector voraz: el deseo no acaba, pero las estaturas de papel tampoco.
Parte de ese desorden viene de una mudanza reciente. Tras vivir veinte años en su casa anterior, trasladó su biblioteca a la nueva vivienda sin depurarla. “Hacer eso bien tomaría meses. Así que hice lo que no debería hacerse: meter todo en cajas y traerlas acá”. Su esposa, dice, es la paciente arquitecta de ese caos.
La bibliotecaria involuntaria
En casa hay alguien que sí entiende el orden secreto de Xavier Velasco: Adriana, quien se ha convertido, a fuerza de convivencia y buen ojo, en la verdadera bibliotecaria del lugar.
“Cuando necesito un libro”, confiesa Velasco, “si está Adriana en casa aparece en diez segundos. Cuando no está, no aparece”.
Ella misma explica la lógica interna del librero: los libros en otros idiomas van juntos; Dickens y los clásicos reposan a la izquierda; los Ibargüengoitia forman un pequeño santuario; los libros de —y sobre— Hitler están más abajo (“Hitler no escribió nada”, recuerda, “aunque tengo treinta copias de Mi lucha”). También están los Amélie Nothomb, los Pérez-Reverte (“tan amable que siempre envía su libro del año”), los Javier Marías, los Vargas Llosa, los Cercas. Una especie de canon doméstico.
Entre los tesoros, Adriana sostiene una pieza que Velasco aprecia con reverencia: una edición de David Copperfield de 1891, encontrada en una librería neoyorquina. “Pensé que solo estaba ahí para exhibirse. Pero no, estaba a la venta”.
Historias prestadas (y nunca devueltas)
Velasco admite que casi no presta libros. Y cuando lo hizo, dice, fue por amor. “Cuando me gustaban las chicas, prestaba libros. Ninguno regresó. Las chicas tampoco”. Lo dice con una carcajada resignada: esas pérdidas también forman parte de la historia de su biblioteca.
En este recorrido, el librero de Xavier Velasco aparece tal como es: desordenado, entrañable, vasto, lleno de vida. Una memoria viva, siempre incompleta, siempre en expansión. Una biblioteca donde, incluso mordidos, los libros siguen teniendo buen gusto.



