Break point, de Alejandra Andrade
La NEHBL
11 de septiembre de 2010
No siempre fui así. Los bordes afilados, los estallidos, el ardor en el pecho que se enciende antes de que pueda detenerlo. Se fueron acumulando con el tiempo. Se escabulleron en silencio, hasta que fue la única forma que conocía de ser.
A veces, la rabia estalla por mi boca en forma de palabras venenosas y filosas. Otras veces, se arremolina por mis brazos, descargando su fuerza en mi raqueta y haciéndome dudar si es la habilidad o la furia lo que impulsa el tiro.
Lo que necesito ahora es precisión, claridad y control. A eso le apunto, pero seguido me veo atrapada en un torbellino brutal de descargas físicas y verbales. Por lo general, todo se reduce a liberar un revés zurdo feroz que deja a mi oponente atónita. O a soltarle al juez de
silla algo como:
—¿No eres acaso el oficial más corrupto del circuito?
Tuve que decírselo después de que un juez de línea marcara fuera una pelota que claramente había tocado la línea. Habría que estar legalmente ciego para no verla.
—Vigile el tiempo, señorita Freeman. Está contrarreloj —me advierte el juez de silla.
Ignora mis últimas palabras. Apenas las exhalé, pero todavía siento el ácido quemándome la lengua.
Sé que no ayuda que lo esté fulminando con la mirada, pero lo nuestro viene de tiempo atrás.
El juez de silla asignado, Chad Armstrong, está muy bien familiarizado con mi compleja personalidad. Y yo con su afición por aplicar el reglamento como si fuera un texto sagrado.
Chad me tolera a medias. El sentimiento es mutuo.
Intento calmarme. De verdad lo intento, pero no puedo. No cuando estamos en el segundo set de la final femenina del US Open. Ya perdí el primer set y estoy al borde de perder el segundo.
Por culpa del mal juicio de Chad, el marcador está en iguales cuando debería ser ventaja a mi favor. Le lanzo una mirada letal, cargada de una obediencia forzada, mordiéndome la lengua para no poner los ojos en blanco. Después, enfoco mi atención en la maldita Zoya Kruschenko. Tomo mi posición, realizo mi ritual y hago un saque ace para borrarle la sonrisita de la cara.
—Ventaja, Freeman —anuncia Chad por el micrófono.
¡Eso!
Zoya permanece en silencio. Probablemente ni respira, como la máquina de alto rendimiento que finge ser, pero puedo imaginar las cosas que le pasan por la cabeza. Drew, mi agente, me advirtió que el equipo de Zoya tiene mi contrato con Rolex en la mira. Pero a mí ya me mandaron los documentos para ser embajadora de la marca. Solo falta que lo anuncien.
Qué mala suerte… para ella.
Rolex vino a buscarme después de que gané mi primer Grand Slam en Roland Garros hace unos meses, a la «TIERNA EDAD DE 17 AÑOS», como decían los titulares. Lo único tierno en mí es la piel de la nuca, ardiendo bajo el sol implacable de la tarde.
He jugado contra Zoya cuatro veces. Y he perdido en las cuatro ocasiones. Cada una de esas derrotas me carcome. No puedo permitir que esta sea la quinta.
Por más que me cueste admitirlo, Zoya me está destrozando por dentro. Se metió en mi cabeza y se está devorando mi alma. De algún modo, logró que esté pensando en un contrato de relojes de lujo y en todas las veces que me ha ganado.
Mierda.
La presión me supera. Anhelo esto con una intensidad que me desarma. Lo necesito tanto que mis huesos vibran con la expectativa.
Vamos 6‑5 y voy abajo. Necesito desesperadamente forzar un tercer set.
Dios sabe que he sacrificado más de lo que cualquiera puede imaginar solo para tener el privilegio de estar parada en esta cancha y lanzar la pelota al aire. Pero no sin antes arrastrar mi dedo índice izquierdo por la línea recta de mi nariz, pellizcarme el lóbulo izquierdo, tocarme el cabello, rozar mi ceja derecha y morderme el labio inferior. Lo hago tan rápido que te lo perderías si parpadearas dos veces.
Hago el servicio con fuerza, y Zoya devuelve con potencia. El tiempo se curva. Escucho el chirrido de mis tenis sobre el acrílico, el golpe de la pelota en las cuerdas y mi respiración contenida con el impacto. El sudor me escurre por la sien mientras corro a posicionarme y devuelvo la pelota a su lado.
—Iguales —dice Chad por el micrófono.
Lo acepto. Esta vez, la pelota sí cayó fuera. Ni me molesto en levantar la vista de la línea de saque. Bop, bop, bop suena la pelota al rebotarla seis veces. El olor a fibras nuevas estallando en mis fosas nasales me calma al instante.
Creo que puedo con esto.
Pero no.
