¡Niños a leer! ¿Alguien dijo ¡BU!?

Hay de fantasmas a fantasmas, algunos adoptan las formas menos esperadas, quizá sea eso lo que los hace lucir más inquietantes. 

Como sea, todos hemos leído una que otra receta para encarar el avistamiento de una sábana con ojos que flota por el pasillo de la casa, pero rara vez hemos leído un consejo para hacer frente a un balón amarillo que aparece sin aviso en nuestra recámara, que nos observa de manera sospechosa, que suponemos cuchichea con los demás juguetes que viven olvidados debajo de la cama y juntos confabulan un plan siniestro. Lo peor viene en la noche cuando todo se vuelve oscuro; perdemos de vista dónde exactamente se encuentran El intruso (Pablo Albo y Cristina Sitja Rubio, A buen paso) y las demás presencias, intuimos que nos observan con más atención de como lo hacían horas antes, a plena luz del día. ¿Será suficiente cubrirnos con la cobija hasta la cabeza?

Algunos fantasmas viven condenados a nunca perder su vigencia, dado que un puñado de autores consiguieron atraparlos de manera astuta en relatos fascinantes. Para muestra Historias clásicas de fantasmas (Silver Dolphin), una compilación de cuentos ilustrados de horror y misterio, que incluye obras como “La caída de la casa de Usher” (Edgar Allan Poe), “El ladrón de cadáveres” (Robert L. Stevenson), “La muerte y la condesa” (Gertrude Atherton), “La leyenda de Sleepy Hollow” (W. Irving), “El fantasma de Canterville” (Oscar Wilde), “La casa de muñecas” (M. R. James) o “Cuento de Navidad” (Charles Dickens), entre otras joyas. Supongo que los títulos antes mencionados formarán parte de la biblioteca secreta de cierta mansión victoriana de la calle Paseo de las Ánimas. ¿Recuerdan el lío que les conté hace unas semanas sobre una vieja casona que fue arrendada por un escritor gru- ñón, quien terminó viviendo allí con el fantasma de la antigua dueña de la casa, un niño abandonado por sus padres y un gato? Pues cuando por fin parecía que el embrollo se había solucionado de manera discreta, apareció de la nada, como buen fantasma, Sobre mi cadáver (Kate Klise, Castillo); una sorpresiva complicación que incluye un anticuento de fantasmas, una visita obligada a un orfanato y otra a un hogar para desquiciados. Confieso que mientras leía el libro llegué a creer que ninguno de los protagonistas saldría bien librado de la aventura. No paraba de preguntarme quién habría sido el misterioso responsable de haber puesto de cabeza lo que ya funcionaba. Menos mal que no hice ningún tipo de apuesta; entenderán a qué me refiero cuando lleguen a las últimas páginas.

Ya que hablamos de misterios, es el turno de mencionar ese otro tipo de apariciones benévolas; presencias que se muestran cuando las necesitas, y cuyo auxilio aceptas aunque más tarde te veas en aprietos a la hora de explicarte su existencia. La merienda en el bosque (Akiko Miyakoshi, Oceano Travesía) ejemplifica perfecto este punto. En el transcurso de la historia acompañamos a Kiko, quien se dirige a casa de su abuela. A mitad del camino la vemos tropezar en la nieve, después hallar una casona y decidirse a entrar. En la siguiente página descubrimos que un montón de animales bien vestidos le ofrecen té y golosinas. Sería fácil pensar que Kiko protagonizó un sueño estando despierta. Ella misma lo habría creído así, de no ser porque al llegar a casa de su abuela y abrir la caja de regalo que cargaba consigo, descubrió que en el interior guardaba algo maravilloso. Para cerrar con broche de oro esta columna, imaginemos a un niño de once años, experto observador de los detalles significativos de la vida, y obsesionado con resolver una gran pregunta. Los escenarios de la historia son una casa lujosa, una escuela privada, un auto con chofer, un cruce de calles tomado por los limpia parabrisas y un cuarto de azotea donde parece repetirse diariamente un milagro. A todo esto, claro, sumemos un fantasma que toma notas precisas de cuanto sucede con el niño de once años; un espectro que está en todo aunque nadie se entere, y que cuando la situación lo amerita interviene sin que nadie se dé cuenta.

En la vida hay respuestas que no saben a nada si te las explican; se requiere sentirlas para comprenderlas. De eso y otras cosas trata Un viejo gato gris mirando por la ventana (Antonio Malpica, FCE), un libro que más vale guardar en el botiquín de Primeros auxilios y leerlo cuando se requiera aliviar un día de poca ilusión y mucha lluvia, dolencias que no se curan con una aspirina ni un jarabe ni una curita, sólo con una fabulosa historia.

Por Karen Chacek

Ilustraciónes de María Bazán, “Bazana”. mariabazanathie@gmail.com

MasCultura 15-nov-16