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Todos son el enemigo

Una historia atroz es más descarnada cuando se cuenta sin aspavientos. Los múltiples protagonistas de este libro —no personajes sino personas reales, que vivieron, sufrieron y muchos de ellos murieron durante la guerra de Vietnam— lo saben y nos cuentan el infierno que padecieron a lo largo de más de una década de “lucha” armada. En este libro de Nick Turse, los muertos reales dan testimonio de su martirio, ¿quién no recuerda las imágenes tomadas por las cámaras de la NBC y fotografiadas por Eddie Adams, en donde el general Nguyen Ngoc Loan dispara a quemarropa en la cabeza a un prisionero atado de manos y, por supuesto, desarmado? Esta imagen sólo es la punta de iceberg, pero condensa esta cruenta guerra, aunque, como se puede ver aquí, quienes más la padecieron fueron los más desvalidos y, literalmente, los más desprotegidos. El título del libro, “Dispara a todo lo que se mueva”, concentra a cientos de voces que repetían una y otra vez esa orden directa, voces que resuenan aún hoy en los oídos de los combatientes. Este libro, que se centra en la denuncia de infinidad de crímenes de guerra cometidos en Vietnam del Sur, explica en su introducción, de forma clara y concisa, un conflicto del cual prácticamente no se sabe nada: las raíces de la pugna de Vietnam en el siglo XIX contra los franceses, así como el envío de tropas de Estados Unidos para recuperar la “Indochina Francesa” desde la Segunda Guerra Mundial, aunque oficialmente llegaron hasta 1965, y su intervención directa para evitar la unificación de Vietnam y que se convirtiera en otra nación comunista.

Turse por medio de infinidad de testimonios y anécdotas de soldados, periodistas y campesinos survietnamitas muestras una serie de rasgos de la milicia norteamericana que no se conocían, desde errores estratégicos hasta abulia por parte de los jefes militares, pasando por vicios, frustraciones, temores, prepotencia y racismo que se revelan en una brutalidad excesiva contra los indefensos. Las muertes civiles se consideraban eufemísticamente como daños colaterales, sin embargo, las denuncias ponen de relieve que dichas muertes no eran ni accidentales ni imprevisibles.

La masacre de May Lai (destrucción del pueblo y asesinato de todos sus habitantes, principalmente, ancianos, mujeres y niños), que se hizo pública a finales de los años sesenta, fue la que destapó todas las vejaciones que sufrieron los civiles de Vietnam. Cientos de denuncias similares, archivadas en lugares secretos del Pentágono, han visto la luz gracias a este trabajo periodístico. Denuncias que no fueron hechas por las víctimas sino por marines y “héroes” de guerra que arrojaron sus medallas frente al Capitolio en una protesta en 1971 (279-280). En contraste, los sobrevivientes vietnamitas nunca se quejaron ante su gobierno por los ataques y las matanzas perpetrados por el ejército estadounidense. Quienes llegaban a quejarse fueron detenidos y encarcelados (51-52).

La barbarie en Vietnam estuvo sustentada por el body count y por la discriminación, pues los mismos gobernantes y generales norteamericanos calificaban a Vietnam como “pequeño país de mierda”, “nación atrasada”, “pequeña potencia de cuarta o quinta fila” o “basurero de la civilización” (65-66). A los soldados se les prohibía llamar a los vietnamitas por su topónimo, se les ordenaba llamarlos dinks, gooks (término despectivo que deshumanizaba al enemigo), tácticas similares a las de Japón y Alemania en la SGM.

El Pentágono pensó erradamente que la guerra debería de incrementarse hasta que los norteamericanos mataran más Viet Congs de los que pudieran reintegrar sus filas, y así depondrían las armas. La medida era el cómputo de bajas (body count). La presión para aumentar el BC derivó en la matanza de civiles para incrementar los cómputos. Del BC dependían beneficios o perjuicios durante el servicio militar, por ejemplo, traslados en helicóptero o caminatas en terreno peligroso donde podían tropezar minas. Un BC alto además era recompensado. Decían: “Si está muerto y es vietnamita, es un Viet Cong” (63). Se justificaban los asesinatos de civiles acusándolos de no seguir los protocolos, que cambiaban a cada instante o se desconocían, como no portar carnet de identificación que certificara lealtad al gobierno, transitar en áreas prohibidas (aunque no había límites claros), usar luces de noche, correr, pero también caminar de forma “sospechosa” o quedarse inmóviles, etc… Si se rompían cualquiera de estas reglas se justificaba un ataque (72-73).

La denuncia del libro de Turse también es contra los jefes, interesados sólo en las estadísticas e indiferentes ante lo que ocurría en el campo de batalla o las tropas, pues ellos no caminaban kilómetros entre junglas de setos espinosos y afilada hierba de elefante de dos metros de alto para servir de anzuelo a los guerrilleros. Los soldados estaban deshidratados, sucios, hambrientos, eran presas de infecciones y llagas, así como de sanguijuelas, hormigas de fuego y mosquitos. Todo esto los volvía cada vez más brutales.

Nick Turse encuentra ahora en la editorial Sexto Piso el vehículo ideal para plasmar esta excepcional investigación periodística, fruto de una década de trabajo, repleta de datos fidedignos, mapas y fotografías, y además escrita con una prosa sencilla y objetiva.

Nick Turse, “Dispara a todo lo que se mueva”, Madrid, Sexto piso, 2014, (Realidades) 439 pp.

Por: Alfredo Barrios

Mascultura 10-Oct-14