Columna Nerd Plus: "El peladito caballero"
Uno de los más importantes narradores ingleses del siglo XIX es Charles Dickens. Titán literario al que las adaptaciones audiovisuales le han hecho el flaco favor de ubicarlo ante la percepción del gran público como un autor juvenil. Imagino que ello irritaría al propio Dickens, famoso por su temperamento explosivo y humor vitriólico.
(Paréntesis nerd: aquél al que en México conocemos como el Tío Rico McPato se llama en inglés Uncle Scrooge; el entrañable plumífero fue creado por Carl Barks para las historietas de Disney en 1947. Desde luego fue bautizado en honor a Ebenezer Scrooge, el protagonista de Cuento de Navidad, de Dickens. Yo podría escribir un artículo entero sobre el universo narrativo de Carl Barks en Patolandia pero me estaría saliendo de tema groseramente).
Haciendo a un lado las incontables adaptaciones cinematográficas y teatrales de su obra —que incluyen varias ejecuciones en musical de Oliver Twist, por ejemplo— y concentrándonos estrictamente en el Dickens literario, su aportación narrativa, envuelta en un prosa contenida que algunos han acusado de seca, es también en su conjunto un completísimo retrato social del Londres victoriano de la Revolución Industrial.
Sus novelas, de fuerte carga autobiográfica, suelen ser protagonizadas por obreros y trabajadores de la más modesta extracción proletaria. La fuente de ellas fueron las propias experiencias del autor, quien muy joven conoció la pobreza en carne propia.
Aún niño, Dickens tuvo que trabajar en una fábrica tras el encarcelamiento de su padre por deudas. Jornadas extenuantes de diez o doce horas marcaron para siempre al futuro escritor, como queda asentado en Oliver Twist o David Copperfield. Quiso la caprichosa fortuna que el joven Charles, quien empezara como un modesto taquígrafo, se convirtiera en periodista y lentamente mutara en novelista, oficio que habría de atraerle el favor del público.
Una niñez y juventud marcadas por la pobreza serían sucedidas por una edad adulta exitosa, llena de fama y dinero gracias a las ventas de sus libros. Pasados algunos años, Dickens habría de convertirse en un auténtico best seller victoriano. Coronado con una popularidad semejante a la de Víctor Hugo, comparable hoy con la de Stephen King, por ejemplo, el niño que pegaba etiquetas en los tarros de betún de aquella fábrica cochambrosa se convirtió en una celebridad. El peladito devino caballero.
Contemporáneo de Dickens, William Makepeace Thackeray vivió una vida asimétrica a la de Charles: de origen burgués, nació en Calcuta donde su padre era gerente de la Compañía de Indias, se educó en el Trinity College y gozó toda su vida de una desahogada posición económica, producto de una cuantiosa herencia recibida cuando aún era muy joven.
Al igual que Dickens, Thackeray se hizo periodista (adquirió el periódico The National Standard con parte de su herencia); sin embargo, no habría de alcanzar la fama literaria sino hasta una década después que su acérrimo rival, con La feria de las vanidades.
En una tensa relación, que de alguna manera me hace pensar un poco en el filme noruego Reprise (Trier, 2006) —pero esto es un exceso mío—, ambos autores cultivaron una amistad que no les impedía opinar sin tapujos sobre la obra del otro. Ambos fueron miembros del exclusivo Club Garrick, fundado en 1831 y que sigue operando al día de hoy.
Los imagino cruzándose en los pasillos del club, coincidiendo en la biblioteca, fumando puros en los mullidos sillones del salón fumador con sendas copas de brandy y jerez en las manos. Caballeros ingleses, siempre guardando las formas. Una serie de habladurías y malentendidos que incluyeron el escándalo que rodeó la separación de Dickens de su esposa en favor de una actriz, y la publicación de un libelo anónimo (escrito por el periodista Edward Yates) en contra de Thackeray habrían de enturbiar la relación de los literatos. El resentimiento habría de durar hasta poco antes de la muerte de Thackeray.
En el fondo, Thackeray siempre tuvo un velado desprecio hacia Dickens por su origen modesto y sus antecedentes proletarios. Al menos es lo que cuenta el chisme literario; hay quien va tan lejos como para señalar la oposición de Thackeray a la aceptación de Dickens en el Garrick. Cierto o no, los hechos duros se perdieron entre el polvo desde la era victoriana. (Esas cosas no pasan entre caballeros contemporáneos y menos en nuestro contexto.)
Lo cierto es que el desdén de William poco habría de mermar la gran popularidad de Charles. Con una bibliografía más abultada que la de Dickens, hoy apenas se le recuerda entre los lectores comunes; su obra se ha convertido en objeto de estudio de académicos e historiadores.
En cambio, Dickens se sigue leyendo con tanta avidez como hace más de cien años. Sus obras se adaptan continuamente a otros medios y son parte de las currícula básicas de estudiantes de todo el mundo, dentro y fuera del ámbito anglosajón.
¿Justicia poética para gentleman zapaterito?
El cómic del mes: La liga de los hombres extraordinarios, de Alan Moore y Kevin O’Neill, obra fundacional del steampunk situada en la Inglaterra victoriana. Por favor, por favor, por favor, eviten la película.
Por Bernardo Fernández, BEF.
MasCultura 17-oct-16