Ingeniería Literaria

Reconocer patrones
La mente humana parece tener una capacidad especial para eso: para predecir el futuro y reconocer el pasado. Cualquiera que haya convivido lo suficiente con niños se habrá dado cuenta.

Antes incluso de que comiencen a construir oraciones más o menos elaboradas, los plebes empiezan a tratar de establecer cuáles son las regularidades que se presentan en su entorno y son ajenas a ellos, a su gustos y decisiones. El niño se pregunta por aquello que le parece más maravilloso: los ciclos de la noche y el día, de la lluvia, del frío y el calor. También por aquello que le da más alegría: “¿ya mero va a ser otra vez mi cumpleaños?” O por aquello que tal vez no le gusta tanto: “¿Hoy no vamos a la escuela, verdad?”.

La búsqueda y reconocimiento de patrones —y en el caso de mi hija ha sido así— sucede antes de empezar a tratar de postular relaciones causales: “¿se hace de noche cuando cierro los ojos, papá?” O, por lo menos, es una preocupación que se da con mayor incidencia pues de forma intuitiva sabemos que confiere mayor poder heurístico, mayor poder explicativo, que una simple causalidad. Los patrones suelen parecer certezas mientras que las causalidades son un poco más difusas. Y es a partir de las certezas que el huerco piensa en las posibilidades de lo que se puede y lo que no se puede hacer en determinados tiempos y lugares. Si usted tiene hijos, ya lo sabe por la práctica: funciona mejor decirle a su chamaco “es la hora del baño” que explicarle las relaciones causales entre la mugre y las enfermedades.

Ojo, aquí no quiero decir que las explicaciones causales sean inútiles como técnica pedagógica, sino que suelen aparecer —en el infante— después de la etapa del reconocimiento de patrones; es más, hasta tienen un nombre popular: “la edad de los por qué”.
Desde el punto de vista de la evolución biológica, entender regularidades y patrones, así como imaginar relaciones causales (“cuando muevo mi palo de lluvia, empiezan los truenos, papá”) ha dado muchísimo de qué hablar, pero ¿qué tiene que ver la posible predisposición humana a buscar patrones y causalidades con la construcción de un puente o un poema?

Hay dos tipos de ingenieros: los que saben diseñar y los que no
Los ingenieros que no sabemos dibujar tuvimos que buscar estrategias alternativas para dar el gatazo, por ejemplo: pintarrajear de volada en una servilleta, frente al tornero, la pieza que queríamos mientras se la íbamos explicando, sin olvidarnos de poner esas rayitas y números que indican las magnitudes. Así, el tornero no iba a pensar que éramos una vaca frente al AutoCAD (o, antes, frente al restirador) sino que habíamos estado muy ocupados. Porque esa abstracción, el dibujo, con esas convenciones, las magnitudes, son indispensables para la comunicación en el trabajo ingenieril.

Por supuesto, también están los ingenieros que son incapaces de concebir un diseño siquiera de forma imaginaria. Aquéllos que son excelentes para construir un artefacto ya que alguien les da el dibujo (o de repararlo). En eléctrica y electrónica, por ejemplo, solía haber un buen número de ingenieros que se ganaban la vida haciendo diagramas, y tenían filas de clientes que les contaban, verbalmente, el problema que querían resolver y ellos lo traducían a líneas y símbolos que significaban cables, resistencias, transistores y capacitores. La diferencia entre estos ingenieros diagramistas y un dibujante-no-ingeniero es obvia: a los primeros se les da un problema y lo resuelven de forma visual, mientras que a los segundos ya se les da el problema resuelto.

Así, el diseño es la resolución simplificada y condensada (sin paja) del problema real que luego pueden embellecer, ya que funcione, otros profesionistas que, curiosamente, se llaman a sí mismos “diseñadores” y “creativos”. El diseño es el punto intermedio, el puente, entre tres conjuntos de restricciones: las que implica la realidad (no es lo mismo diseñar un aparato para operar a 10°C que a 80°C), las que implica la teoría (esos bellos casos donde “teóricamente” se puede hacer lo que sea, pero en la práctica no) y las que implica la disponibilidad de recursos (“si tuviéramos un material que aguante más la corrosión, entonces…”).

En la literatura sucede algo similar, sólo que no suele haber tal división del trabajo y un solo escritor es quien tiene que hacer todo: 1) identificar el problema a resolver (el tema al cual muchas veces, más que resolver, se le añaden más preguntas porque así es más interesante y las respuestas suelen ser siempre equívocas); 2) imaginar el diseño (cómo va a construir su novela, poema, obra de teatro, con qué elementos de la realidad, la teoría y la disponibilidad de recursos podrá jugar); y 3) construirlo.

Ciertamente hay escritores que narran horriblemente pero saben crear historias espectaculares que luego enchulan editores y correctores de estilo, pero son los menos, y por lo general sólo se dan entre novelistas y guionistas (no entre poetas ni dramaturgos). También hay escritores que no saben diseñar, pero son excelentes narradores, éstos suelen lograr publicar dos o tres libros a su nombre pero por lo general lo hacen “con seudónimo”, es decir, escriben los libros de otros: ensayos, “memorias”, panfletos y “autobiografías”.

Al igual que entre ingenieros, los escritores suelen molestarse muchísimo porque lo que encuentran en la ferretería (o en Festo) no es suficiente para hacer lo que quieren: “chillen, putas”, les reclamaba Octavio Paz a las palabras. Hay otros escritores que son como los ingenieros empíricos que uno se encuentra de tanto en tanto en las plantas industriales o las empresas constructoras: no saben cosa alguna de teoría, pero son mejores que los que tienen su doctorado en mecánica de suelos o en mecatrónica. También están los que algún día, como el burro que tocó la flauta, resolvieron un problema peliagudísimo pero nunca volvieron a repetir la hazaña: los one single hit writers.

Hay otros escritores a los que no se les dan los problemas de ingeniería inversa y reclaman que “leer novelas no sirve para aprender a escribir novelas”. Por supuesto, a un ingeniero no se le ocurriría decir algo similar si quiere seguir teniendo chamba, pero a los escritores sí. Tal vez esto no sea tanto por aquello de las musas inspiradoras (que ya no están de moda) sino porque los escritores y artistas en general son reacios a reducir su trabajo a cuestiones técnicas por dos asuntos: 1) porque lo que realmente importa “está más allá de la técnica” y 2) por el síndrome del Coronel Sanders: nadie quiere revelar su receta secreta.

¿Y cuáles son esas cuestiones técnicas, esa “receta secreta”?

Ingeniería literaria
Lo primero es aprender a redactar, por supuesto. Hay que conocer la lógica del lenguaje como se conoce la lógica de un circuito, un reactor bioquímico o la interacción de fuerzas físicas. Esto incluye, como se mencionó, conocer los recursos que uno tiene a su disposición (las especificaciones técnicas de varillas, pegamentos, rondanas y cepas, o las palabras del diccionario y el lenguaje oral) y analizar el trabajo que han hecho otros para aprender las mañas. Así como los ingenieros no dejan de desarmar electrodomésticos nomás porque sí, los escritores no dejan de desarmar libros. Mejor aún, de forma similar a una ingeniera electromecánica que va a comprar una chambrita para su sobrina y termina haciendo una evaluación de todos los errores y aciertos de la instalación eléctrica y los ductos de aire acondicionado de la tienda departamental, los escritores también suelen salir a la calle por una cosa y regresar con un montón de historias e imágenes: “¿Y la chambrita, vieja?: ¿cuál chambrita?”.

Si usted quien está leyendo esto es ingeniero, muy probablemente esté pensando una cosa: lo descrito en el párrafo anterior también lo hace un técnico, los ingenieros hacen algo más. Los escritores también. Así como en ingeniería se dice que “los verdaderos ingenieros” son aquellos que son capaces de entender un fenómeno a profundidad para proponer soluciones, para crear alternativas —mecanismos, procedimientos— que no existen, los “verdaderos escritores” también.

Más allá de los fenómenos o temas específicos, la tensión de un cable o de una relación amorosa, la comprensión de éstos y la creación de alternativas suele pasar por esas dos actividades que se mencionaron al inicio: el reconocimiento de patrones y de relaciones causales. Piénselo como lector.

Por ejemplo, cuando una novela no se siente acabada porque quedaron cabos sueltos, porque aparecía un personaje sensacional y luego no supimos más de él, estamos ante el rompimiento de una relación causal: el autor nos dio la causa (el personaje) y se olvidó de la consecuencia (su desenlace). Y esto, por supuesto, crea desazón en la lectura; o el sentimiento de que alguien no hizo bien su chamba. En cambio, en una novela que se siente redonda, todos los elementos que aparecen (causas) tienen su desenlace (consecuencia). La lógica causal cambia de texto literario a texto literario, digamos, de forma análoga a cómo cambia la relevancia de ciertas características físicas según las magnitudes del aparato, el viejo cuento del mundo subatómico y el mundo macroscópico… ¡y el intergaláctico con velocidades cercanas a la de la luz!; pero también, por ejemplo, en la imposibilidad de copiar el diseño de un sistema de drenaje urbano para una aplicación milimétrica, pues la capilaridad, antes desdeñada, ahora será importantísima.

La diferencia entre ambas áreas es que muy probablemente hay mayor número de lógicas internas, propias y únicas, en el diseño de un texto literario que en el diseño de un artefacto ingenieril. Y esto es un reto para los escritores que quieren trascender el ámbito meramente técnico. Porque además, al igual que en ingeniería, un buen artefacto literario es aquel en el que todas las partes cumplen una función específica e indispensable. Si desarmamos y rearmamos una lavadora y ésta funciona perfectamente a pesar de que “nos sobraron piezas”, esto quiere decir que el diseño no era el mejor, ¿cierto? Lo mismo pasa con un texto literario al que le podemos quitar páginas y queda mejor.

Pero la gran ventaja que tienen los escritores sobre los ingenieros tiene que ver con ese asunto anterior a la búsqueda de relaciones causales: el reconocimiento de patrones. Un ingeniero reconoce y usa las regularidades de la naturaleza, incluso propone algunas nuevas, pero este conjunto es más o menos fijo y limitado. En cambio, un escritor puede crear cualquier tipo de patrón y, maravilla de maravillas, el lector lo reconocerá de inmediato, sin darse cuenta: el típico “Ah, claro, ya lo sabía, lo sospeché desde un principio”. Los talleristas suelen llamar a esto “señales en el camino”: las indicaciones que va dando el autor para guiar al lector dentro de un mundo con regularidades y lógicas causales únicas. Los escritores trabajan con la imaginación y la imaginación suele ser —por suerte, por reto— más rica que la naturaleza.

Por Luis Felipe Lomelí

Sobre el autor:
Nació en Etzatlán, Jalisco, en 1975. Estudió Ingeniería Física y fue consultor ISO pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son Indio borrado (Tusquets) y Okigbo vs. las transnacionales y otras historias de protesta (La Pereza). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.

MasCultura 29-ago-16