La verdad es un baile de mascaras

“Mirad, yo he crecido dividido (como pez en el agua de dos manantiales comunicantes) entre la verdad y la mentira hasta el punto de no distinguir ya la pared del cristal del aire, la cábala de la vida”, dice el poeta Saglimbeni en las horas previas a ser guillotinado por formar parte de una conjura contra su rey: “Me gustan, por otra parte, los cómicos que pasean el maquillaje como una cara; y están tan convencidos de los disfraces con que se adornan como para llegar a ser por completo falsarios e impostores de sí mismos.”

Saglimbeni es uno de los protagonistas de Las mentiras de la noche (Anagrama), la novela del escritor siciliano Gesualdo Bufalino que se propone como un juego de equívocos: cuatro involucrados en un intento de asesinato del monarca de un reino decimonónico intentan contarse “su historia más memorable”, una historia que dé sentido a su destino o que les haga más llevadera la ejecución que sufrirán la mañana siguiente.

En una especie de Decamerón nocturno, los cuatro conjurados (el poeta Saglimbeni, el viejo barón Ingafú, el soldado Agesilao y el joven estudiante Narciso) procederán a una confesión sobre sus vidas en su última noche en la Tierra, ante la petición de un quinto y misterioso personaje que los invita a descubrirse: Fray Cirillo, un criminal que los acompaña en sus prisiones y también aguarda la guillotina.

Sin embargo, existe una variable relevante en la ecuación de la muerte. El Gobernador les ha dado la posibilidad de confesar en un papel quién encarna la figura del llamado Padreterno, líder secreto y jefe máximo de la conjura, que se sospecha como un conspira- dor en el seno mismo de la monarquía. Sin el deber de revelar su identidad, si uno de los implicados confiesa todos serán absueltos.

Pero las confesiones de los personajes de Bufalino se transforman en confusiones ante los ojos del lector, pues cada uno de sus rela- tos enmascara la identidad real de sus narradores, expertos en el arte del ocultamiento y de la fuga. Por ejemplo, el descubrimiento del amor en el joven e impresionable Narciso parece una ágil coartada para la perversión y el incesto. O bien, la historia del barón Ingafú –que narra el duelo que desembocó en la muerte de su hermano gemelo, Secondino, y le permitió salir de su carácter melancólico para resurgir con la personalidad jovial, revolucionaria y vitalista de su hermano recién asesinado– quizá entrama una realidad de espejos donde se descubre el juego del doble, del usurpador, del engañador que escapa de la justicia.

Mientras avanzan la noche y sus fábulas, crecen los gestos, la retórica hábil, la teatralidad. Los personajes juegan, actúan para decirse y desdecirse, rodeando de dudas a sus escuchas, que también cuestionan la autenticidad de sus relatos, desconfiando de la verdad a causa de las divagaciones, las invenciones y las imágenes narradas. Aquí la historia personal es un engaño, o al menos, una representación de variantes tragicómicas en tiempo real que nutre y modifica la existencia que pretende contar.

Con la cercanía de la madrugada y las señas inexorables de su destino funesto –que van desde la construcción del patíbulo hasta la grotesca toma de medidas y el examen de los pescuezos que caerán bajo el filo justiciero-, Bufalino acomete el motivo barroco que anima su extraordinaria farsa: la confusión entre el ser y el parecer, la vida como un sueño, la extranjería de la memoria que usamos para contarnos ante los demás y que sólo funciona para ocultarnos de nosotros mismos, de los otros, de la responsabilidad de nuestros actos y omisiones más oscuros e indignos.

Detrás de la historia del parricida Agesilao o del seductor Saglimbeni, subyace la noción de la vida –o del relato que hacemos de la vida- como un escenario operístico con máscaras, disfraces, gestos, frases retóricas, coros, cantos y claroscuros. Un relato de tomadas de pelo y ficciones que no cesa ni siquiera ante la proximidad de la muerte, porque su razón de ocultar el fondo y el verdadero pensamiento de sus protagonistas se apoya en la necesidad de crear algo frente a la nada, frente al vacío de motivos vitales, frente al horror que provoca la sospecha del no-ser.

En este baile de máscaras, la mentira en labios de estos charlatanes revolucionarios niega la verdad de los hechos mientras afirma, a su modo, la vida. En su juego de suplantaciones, escondites y engaños, los cuatro conjurados lograrán burlar al burlador que aspiraba a develar su conjura libertaria y sembrarán una última duda profunda que res- quebraja la certeza del poder para fisurar sus leyes de apariencia inquebrantable.

“Mi vida (no menos que la vuestra, oh mis enemigos y hermanos) sólo ha sido un fluido transcurrir de conciencias postizas dentro de un innumerable mí”, dirá el impostor Fray Cirillo. Pero la impostura de los rebeldes trabaja desde la ironía, la duda, la persuasión verbal y la teatralidad para desestabilizar a la autoridad, socavar sus estatutos y convertir la cobardía grupal en una alianza de valentías. El juego del engaño brinda un asomo de libertad a las prisiones de los conjurados, un cambio de aire que incluye a los lectores encerrados en esta brillantísima historia de suplantadores.

En su sorpresivo desenlace, la voz de Bufalino nos arroja esa pregunta de identidad y existencia que nos taladra cada día por encima de los relatos consoladores que nos acompañan a nuestros lechos: “¿Quién soy yo? Nosotros, los hombres, ¿qué somos? ¿Somos verdaderos, somos pinturas? ¿Tropos de papel, simulacros increados, inexistencias llegadas al escenario de una pantomima de cenizas, burbujas sopladas por el canuto de un prestidigitador enemigo?”

Este texto fue escrito por Adán Medellín y publicado originalmente en el número 112 de Revista Lee+. Pueden leerlo en su versión digital dando clic aquí o en su versión física, disponible en todas las Librerías Gandhi del país.