Cuentos Inéditos: LÁZARO, EL CONDENADO DE LA TIERRA

Al  cuarto día del entierro, después de retirada la piedra a la orden de una encriptada frase mística proveniente de una voz redentora del reino de la oscuridad, de aquella región de sueño permanente, Lázaro, maloliente, con un profundo olor a perro, fue liberado de su sepulcro.

Hubo sosiego y, de pronto, el hijo de la muerte salió de su cripta, y lento, dejando detrás la cueva abierta entre los muros, se dirigió al río Jordán protegiéndose entre las palmeras de la luminosidad rojiza del amanecer. Era otra vez la vida. Tras dirigirse al afluente, parecía que un nimbo radiante lo acompañaba, y alrededor suyo una jauría lo escoltó.

Llegó al riachuelo y la manada de bestias temerosas huyeron en desbandada. Él, sin inmutarse, caminó dentro de la fría agua y en la apacible profundidad se sumergió por unos segundos imitando una ablución. De regreso a la orilla, permaneció por un tiempo reconociendo las viejas veredas por donde una vez fue errante, y partió a su hogar por una angosta calle. Tras llegar al portón, el gentío se arremolinó alrededor suyo: lo tocaban como a un elegido, le brindaron regalos y lo aclamaron, pero él ignoró sus llamados.

En el momento de su ingreso a la casa, nos hincamos ante él y bendecimos su presencia. A Lázaro no parecía importarle, o quizás simplemente desconocía lo que le había acontecido. Sin embargo, todos en la comarca sabíamos del prodigio manifiesto.

Se sentó en la mesa y con una voz gutural, desconocida para nosotras, exigió que le sirviéramos de comer. El cordero aún no estaba asado pero él insistió, y ante nuestra pasividad, se paró de su asiento sin muestra de disgusto en su semblante, y se dirigió hacia el fuego para extraer con una fuerza descomunal un buen trozo del muslo. Mi hermana y yo no quisimos detenerlo, había algo en su arrastrado andar que nos transmitió temor. Nuestros cuerpos temblaron involuntariamente. Lázaro tomó la carne con ambas manos y sin ninguna dificultad la desgarró a dentadas, entretanto un poco de sangre chorreaba por sus mejillas. Tras terminar de engullir la cruda vianda, se tumbó en el suelo y se acomodó para arrullarse. Sobre el plato, sólo el pan ázimo quedó.

Exhaustas por la jornada, nos fuimos a reposar nuestro cansancio bajo una oscuridad inmóvil, sin estrellas ni luna. Repentinamente, se escucharon fuertes aullidos que nos despertaron. María me recordó que la pasada primavera, hacía en ese momento casi un año, los lobos cautelosos a la reprimenda humana no se aproximaban al poblado para atacar a las reses. Fui al cuarto contiguo para llamar a Lázaro, pero él no se encontraba ahí. Se nos hizo rara su ausencia pues antes de su regreso siempre mostró temor a los ruidos de la noche.

Me asomé por la ventana para mirar si lo veía por algún lugar y alcancé a observar a un ser bermejo y amorfo avanzar por el camino de espesa niebla, sin sospechar de qué se trataba. Tomé del hombro a mi hermana y decidimos irnos a acostar nuevamente, de seguro Lázaro se habría unido con los demás en la persecución de aquellas fieras nocturnas.

El alba rayaba cuando lo encontramos echado en el suelo, inmerso en un profundo sueño con la túnica rasgada, el camisón enlodado y desde su habitación un denso olor a orín se respiraba. Esparcí en la pieza algunas hierbas fragantes y nos fuimos al mercado de la ciudad por viandas. A nuestro regreso, observamos a Lázaro pasearse silencioso y triste por el huerto, con una angustia intensa. María le habló con delicadeza pero no recibió contestación. Nos acercamos a él y comentamos que el grupo de lobos atacó a una joven en Jericó cercenándole la cabeza y las extremidades. Aunque nadie vio a los animales atacar a Lázaro, no mostró ninguna conmoción en su rostro ni dijo palabra alguna, sólo acarició la mejilla de María, se apartó y fue a confinarse en su recámara.

En la segunda noche de su retorno, acontecimientos similares a la víspera previa nos despertaron. Pero en esta singular ocasión, al ir a ver a Lázaro, pude observar perpleja a través del rosetón la sombra de un largo perfil similar al de un enorme lobo que con singular agilidad y destreza evadía la verja. Lancé un grito agudo y María acudió en mi auxilio. Para entonces, la imponente imagen había desaparecido en las sombras. Nos dirigimos deprisa a la alcoba de Lázaro pero él no estaba allí. Su ausencia era incomprensible, pues el día anterior, durante las compras, un vendedor nos informó que nuestro hermano no había participado en la cacería. Intranquilas, nos fue difícil conciliar el sueño.

Al día siguiente, el aire estaba en calma, mas no así la comarca; gritos de histeria se esparcieron por el pueblo. Una abominable alimaña en Gálgala había rebatado la vida de dos infantes que dormían plácidamente en su lecho. Escuchar ese acontecimiento alteró sobremanera a María. Lázaro, de lo contrario, sin conmoverse continuó contemplando el horizonte con su pálido rostro de pasión y de hastío, y noté en el borde de su túnica una pronunciada mancha de sangre. María le cuestionó sobre lo sucedido. Pero él evadió las respuestas, y tras un parpadeo inquietante, sólo estas palabras de deceso tenía en sus labios: “¿No escuchan a los difuntos…? ¿Están acaso sordas?” Una escalofriante sensación nos invadió por completo y decidimos alejarnos de allí y entrar pronto a la morada. El denso hedor a orina ahora se manifestaba en toda la vivienda. Prendí mirra y lavamos los pisos.

El crepúsculo llegó antes de lo esperado, el viento soplaba y parecía que una tormenta de arena se presentaría. Aseguramos todas las entradas y nos fuimos a resguardar. Para la medianoche escuchamos unos gruñidos provenientes del aposento de Lázaro, María fue a ver si todo estaba bien con él e inmediatamente se oyó un quejido desgarrador cargado de una especial intensidad. Fui rápido a su encuentro y fue entonces cuando pude ver en sus ojos el iris de una perla enferma y un hocico con unos dientes afilados, ávidos y voraces devorando las entrañas de mi desventurada hermana. Después de acercarme a él, con lágrimas incontenibles, lo llamé por su nombre, ¡Lázaro, sal de ahí! El sanguinario animal de pelaje rojo ceniciento, con una larga cresta de pelo en el dorso, escapó de un salto. Llamé pronto a los moradores del pueblo para ir tras el asesino de mi sangre. Y pasamos toda la noche en persecución hasta encontrarlo oculto en la brecha donde el camino a Belén se bifurca, allí donde la tierra es negra y sin hierbas, y de la rama de una acacia, consciente de su miseria y seguramente temeroso de Dios, se ahorcó frente a ellos. A Lázaro de Betania, meciéndose a voluntad del vendaval, se le veía sonreír por última vez. Se impuso el silencio. Ya sin el menor soplo de vida, lo descolgaron y a pesar de mi aflicción y desolación, reclamé un espacio para enjuagar su cuerpo llagado con mi cabellera; al terminar, la muchedumbre lo partió en dos.

En memoria de los escabrosos hechos y con la intención de sellar el puente de lo desconocido, el cuerpo desmembrado de Lázaro fue sepultado debajo de una losa marmórea, entre ortigas, a las puertas del templo para que los restos del condenado de la tierra fuesen pisados por la eternidad.

Iván Medina (Ciudad de México). Es Licenciado en Relaciones Internacionales; tiene un diplomado en Crítica y Creación Literaria. Ha colaborado en antologías y revistas: Opción, Ágora, Punto en Línea. Ha sido ponente en la Universidad de Caldas, Colombia y The Department of World Languages and Cultures de la Universidad Northeastern de Illinois. Tiene un libro de cuentos, En cualquier lugar fuera de este mundo (Conaculta). Actualmente estudia la especialidad en Literatura Mexicana del siglo XX, en UAM-Azcapotzalco.
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MasCultura 12-Dic-16