Artículo: "Los escritores son los ingenieros del alma humana"

El 21 de agosto de 1946, el buró de organización del Comité Central de la Unión del Partido Comunista publicó una disposición en la revista Pravda sobre los escritores soviéticos Anna Andréyevna Ajmatova y Mijail Zoschenko. El texto hablaba así de sus obras literarias:

“La concesión de las páginas de la revista Zvezda a tantos hombres insulsos y sosos como Zoschenko es inadmisible, ya que además la redacción de Zvezda conoce bien la fisonomía de Zoschenko y su comportamiento indigno durante la guerra, cuando no ayudó al pueblo soviético en su lucha contra los invasores alemanes y escribió esa obra tan abominable, Antes de la salida del sol, cuya crítica, junto con la apreciación de toda la ‘creación’ de Zoschenko, fue publicada en las páginas de la revista Bolchevique. La revista Zvezda también populariza por todos los medios la obra de la escritora Ajmatova, cuya fisonomía literaria y político-social hace mucho tiempo que es bien conocida por la opinión pública soviética. Ajmatova es la representante típica de una poesía vacía y carente de ideología, la cual es extraña para nuestra gente. Sus versos están impregnados de un espíritu pesimista y depresivo, expresan los gustos de la antigua poesía de salón que se estanca en las posiciones del estetismo burgués-aristocrático y decadente, es decir ‘el arte por el arte’, sin querer ir al mismo paso que su pueblo, una obra perniciosa para la educación de nuestra juventud y que no puede ser consentida por la literatura soviética”. Ajmatova, además de atestiguar la muerte de sus dos esposos y la deportación de su hijo a Siberia, sufriría la censura constante de sus obras, manipuladas y alteradas por parte de los burócratas soviéticos. La poeta pasó buena parte de su vida en la más profunda pobreza y se vio forzada a escribir poemas donde hablaba de la felicidad de vivir bajo el régimen de Stalin.

Habían pasado casi ocho años desde que José Stalin declarara en la casa de Máximo Gorki que “los escritores son los ingenieros del alma humana”, en plena época de las grandes purgas. La frase —que peligrosamente aludía a que todas las plumas, las soviéticas, desde luego, pero también las de todo el mundo, debían estar al servicio de la causa comunista para esculpir el alma de los hombres y contribuir a la creación de esa nueva humanidad— marcó el destino de toda una generación de escritores que, o tomaron la decisión de escribir apegados a las instrucciones o necesidades del régimen, o soportaron el destierro, los trabajos forzados en los Gulag o la muerte.

Desde luego que la censura en contra de la literatura no inició con Stalin sino desde la Revolución de 1917, encabezada por Lenin, cuando se crea la Glavit (Glavnoe Upravlenie po delam Literatury i Izdatel’stva), el 6 de junio de 1922, organismo encargado de revisar y aprobar cualquier texto literario o periodístico, así como pictórico. Después también se encargaría de censurar el arte en general, como la música: el célebre Dmitri Shostakóvich sería acusado de desviacionista y decadente tras la presentación de Lady Macbeth de Mtsensk, por lo que tuvo que prestarse a la farsa stalinista y crear obras que fueran del agrado del partido comunista, como lo cuenta Julian Barnes en su más reciente novela El ruido del tiempo.

Escritores como Borís Pasternak, Vladimir Mayakovski, Isaak Bábel o artistas como Ródchenko, Kandinsky o Chagall participaron activamente durante los años de la revolución rusa mediante sus trabajos que buscaban crear un nuevo arte y, por ende, un nuevo ser humano, siempre desde una idea de libertad creativa. Sin embargo, a la muerte de Lenin, Stalin, “el montañés del Kremlin”, como le llamó el poeta polaco-ruso Ósip Emílievich Mandelshtám (acto que le costaría la vida), llevó hasta sus últimas consecuencias la construcción de un estado que lo dominara todo, desde el ámbito político, económico y, sobre todo, el social.

En el primer Congreso de Escritores Soviéticos, celebrado en agosto de 1934, participaron más de setecientos escritores y se establecieron las directrices de la literatura: el realismo socialista. Las obras debían ser revolucionarias en el sentido de apoyar irrestrictamente la Revolución, y retratar fielmente la vida de obreros y campesinos de tal forma que se exaltara su figura. Algo parecido a lo que cuenta Leonardo Padura en su novela El hombre que amaba a los perros, que inicia con el relato de un joven escritor cubano a quien sistemáticamente le niegan la posibilidad de publicar cuentos porque éstos no se ajustan a los lineamientos de la Revolución.

Yuri Olesha, uno de los grandes novelistas rusos, fue una de las pocas voces disonantes en el congreso: dijo que un escritor escribe lo que puede escribir, y que escribir sobre obreros o héroes revolucionarios le resultaría imposible. Su declaración no le costó la vida; fue encarcelado, pero sobreviviría.

El control del Estado, entiéndase Stalin, llegó a grados tan ridículos como que el propio dictador revisaba algunas obras antes de publicarse, definía las tramas de cuentos y novelas para destacar la importancia del sistema soviético en la construcción de la nueva sociedad y estableció un premio con su nombre al que se le agregaban las categorías que fueran necesarias.

Veinte años después, el segundo congreso reunió apenas cincuenta escritores: los demás, o habían desaparecido en los Gulag, murieron fusilados o habían dejado la Unión Soviética. Isaak Bábel, por ejemplo, vio sus obras prohibidas a partir de 1937, fue arrestado en 1939 y fusilado en enero de 1940. Borís Pilniak publicó sus obras en el extranjero, lo que le costaría la vida: fue fusilado en abril de 1938. La poeta Marina Tsvetáyeva padeció el arresto de su esposo y de su hija. Sin trabajo ni vivienda, desacreditada por el aparato comunista, se suicidó en 1941. Los escritores Panteleimon Romanov, Sergei Tretyakov y Artyom Vesyoly también murieron. Por haber publicado sin permiso Doctor Shivago, Borís Pasternak fue perseguido prácticamente toda su vida, y denigrado por los jerarcas comunistas: “Si comparamos a Pasternak con un cerdo, un cerdo no haría lo que él ha hecho porque un cerdo jamás defeca donde come”.

Escritores y artistas no pueden crear sus obras como si se tratara de vigas de acero; no existen planos que definan con anticipación una novela, un poema o una sinfonía. Los procesos creativos son el resultado de la libertad.

Por Leonardo Guerrero

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