Alice Cooper, ‘Asesino’ (un artículo de Armando Vega-Gil)
Lunes 1 de abril de 2019
Armando Vega-Gil *
“You’re as dead as a desert night”
Y, ahora, ¿qué íbamos a escuchar?, me preguntaba en el año aciago de 1971. Mi percepción del rock, ese ruiderón (mamá dixit) que yo amaba y nos daba una flaca identidad a mi hermano y a mí —que dudábamos en dejarnos el pelo un poquitín largo—, era que estaba suspendido en un nubarrón de luto: Jim Morrison había muerto a mediados del año, en París, cerrando el triángulo de sangre y drogas suicidas en las que el rock se auto engullía, ¡glu!, con los cadáveres de la heroína —valga la ironía—, Janis Joplin, y del brujo quemaguitarras, Jimi Hendrix. Se dice que la cia había empujado el uso de opiáceos cultivados en Sinaloa para reventar desde sus entrañas a los Black Panters y la revuelta estudiantil. Fue cuando los chicos anglos encontraron en la sicodelia una esperanza gregaria, y grandes festivales como los de Woodstock, Monterrey (el de California, no el de Nuevo León) y la Isla de Wight fueron el encuentro de cientos de miles en un ritual de paz y amor. El trip terminó a cuchilladas cuando en el Altamont Festival, los Rolling Stones, haciéndose los muy rudos y chistositos, llegaron al escenario montados en las motos de los Hells Angels, un grupo de ultraderecha WASP, de racistas y violentos que cerraron el concierto matando a un morrito afroamericano que había ido a bailar en paz. Lennon lo explicaría así: The dream is over.
El rock estaba aterido, mirándose en un espejo… Y, ahora, ¿qué íbamos a escuchar mi hermano y yo?
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“But you were under my wheels, honey”
En México, en ese año desgracia, la revuelta estudiantil y el rock también habían sido aplastados: 10 de junio, Jueves de Corpus en las calles de San Cosme, con una centena de muchachos masacrados a sangre fría, acusados de “conjurar contra la patria”.
En sentido contrario, un sueño jipiteca siguió a la pesadilla, la respuesta mexicana a las congregaciones del mundo anglosajón: el Festival de Rock y Ruedas de Avándaro. El viaje de ida y vuelta de más de 150,000 muchachas y morros a Valle de Bravo había sido infernal: hambre, lluvia helada, enfermedades gástricas y respiratorias; un equipo de sonido insuficiente y malo; encima, la corriente eléctrica se fue una y otra vez, dejando la madrugada en penumbras.
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IN MEMORIAM
A sólo unos minutos de que entrara a imprenta este número de la Revista Lee+, recibimos, conmocionados, la noticia de que la vida de nuestro querido amigo Armando Vega-Gil se había apagado. Celebramos su amor y entusiasmo por el rock, la literatura y, en fin, su amor por la vida.
Descanse en paz.
Aún así, el 11 de septiembre esa muchedumbre tocó las barbas de Dios en el punto álgido de la noche, cuando el guitarrista de Peace and Love gritó al micrófono, en el estribillo de “Tenemos el poder”, una pequeña oración de arenga que quedaría grabada en la historia de la música mexicana: “¡Chingue su madre el que no cante!”. Gobernación bajó el switch de la estación de radio que transmitía el concierto.
Y no quedó ahí el golpe de guillotina del Estado mexicano: a punta de macana, clausuraron los cafés cantantes donde las bandas nativas tocaban para un público que nos poníamos hasta atrás con cafecito y cocacola con nieve de limón. Se prohibió el rock nacional en las estaciones de radio que, tímidamente, lo programaban. Se hizo el silencio. De ahora en adelante, el rock sería el de “Yellow River”, “Sugar, Sugar” (con los Archies) y el de los Monkees… que siempre derrotaban a los Beatles en los programas de «¿Bueno, por quién vota?».
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“You could be the devil, you could be the saviour”
Mi madre nos había prohibido a mi carnal y a mí ir a Avándaro, encerrándonos a cal y canto. Él rabiaba: jamás volvería a oír esas bandas que solían tocar en el patio de mi escuela en conciertos organizados por los porros del Poli.
Entonces fue que mi hermano rompió el silencio: “Esto es lo que ahora vamos a escuchar”, decretó y, en un acto de torpe rebeldía, comenzó a ir a los inmundos hoyos fonquis de la periferia de la ciudad en los que tocaba el Three Souls In My Mind, cosa menor, de no ser por el arranque a su afición por el Resistol 5000, desarrollando a la par una pasión enfermiza por el rock de avanzada. Y comenzó a llegar a casa con discos y más discos, importados de Europa y Estados Unidos.
Sin entenderlo del todo, perplejo, me inicié con Pink Floyd en su álbum doble, Ummagumma, de gritos aterradores y búsquedas desconcertantes; el cuarto de Led Zeppelin, donde el baterista, John Bonham, se disparaba en polirritmias inimitables que coincidían con el resto de la banda allá a lo lejos; Deep Purple In Rock, con lamentos de tenor castrato; el Live At Leeds de The Who, cubierto con una bolsa de estraza como esa donde el panadero echaba mis bolillos de a peso. Frank Zappa, Yes, Il balleto di Bronzo, Bowie…
Esos LP eran carísimos y sólo se vendían en un par de tiendas inaccesibles, ¿de dónde sacaba mi hermano el dinero para comprarlos? Mientras, el humor de mamá empeoraba.
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“She asked me why the singer’s name was Alice”
Un mal día, mi carnal apareció con un disco de apariencia enfermiza, fascinante: sobre un fondo rojo, una serpiente lanzaba su lengua amenazante. El nombre de la banda y el título del disco estaban trazados en la portada con letra retorcida, arañada por un sicótico: Alice Cooper, Killer. ¿El eco de los crímenes seriales de Charles Manson resonaban en esos rayones?
En la contraportada se retrataba una banda con aliento a glam-rock, de no ser por el frontman, desgreñado, insolente, con un horrendo maquillaje de ojos chorreado en patas de araña, velado por una sombra que no dejaba ver si el tipo nos barría de arriba a abajo con perversidad carnicera. La portada se desplegaba en una amplia pestaña unida a la cubierta por un punteo de corte, como tapa desprendible de cereal Corn Flakes: cereal killer. El desprendible era un calendario que a su vez se desdoblaba, como almanaque de pollería, con la foto del asesino en cuestión, colgando de un cadalso. Esta portada no tenía nada que ver con las limpias piezas conceptuales de Hipgnosis para Pink Floyd o las de belleza extraterrestre que Roger Dean hacía para Yes. Para amarrar la invitación a la rica pesadilla de Killer, al sacar el vinyl, la luz se refractaba, sucia, en un plato rojo. Esta versión que jamás volvió a repetirse, 48 años después, llegaría a cotizarse en cientos de dólares, como aquella primera edición de la autobiografía de Cooper, Me, Alice.
Y las sorpresas no paraban: en los créditos aparecía Bob Ezrin, productor ni más ni menos que de Pink Floyd. Él había heredado la banda de manos de Frank Zappa, quien produjo tres álbumes de esa agrupación extraña, que era lo que él andaba buscando, pero que la escena de Los Angeles había detestado, acostumbrada a la música ácida de Greatful Dead y así. Saltando de nombre en nombre, Alice Cooper Band comenzó como un grupo de chicos que sabían mucho de arte pero nada de música y que se divertían haciendo mímica con discos de los Beatles. Tanto les gustó esto que decidieron aprender a tocar, cosa que nunca logaron del todo, lo cual confirmaría un disco pirata —esas extrañezas que mi hermano, exhibiendo una riqueza que no había en mi casa clase mediocre, compraba en Hip 70—. Esto no frenó a Ezrin, que vio un diamante en bruto en la música de estos chicos, y, trabajando arduamente, consiguió una obra maestra que para Sex Pistols sería el mejor disco de la historia.
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“Yeah, you seem so civilized”
¿Qué era todo esto? “Veamos…”, y, a escondidas de mi madre escandalizada y mi hermano envidiosísimo, puse la aguja sobre el disco que rodaba en mi tornamesa. La sorpresa fue enorme: esta obra era continuación y ruptura radical con lo que se venía haciendo hasta esos días: ¡guau! (así decíamos antes del wow!), las canciones eran constructos minuciosos, plagadas de engranes ingeniosos que ensamblaban en un puzzle preciso un montón de paisajes sonoros dispersos y que a leguas se notaba que no eran obras de músicos de formación, sino producto del empeño de tipos intuitivos que machacaban la música hasta volverla un continuum coherente. Rockers luchones.
Yo escuché una y otra vez las ocho piezas, escrutando el trabajo de esas guitarras que retomaban los avances del rock gringo —la mano de Zappa pulsaba allí—; el bajo influenciado por el cien veces imitado Paul McCartney; la batería abierta, a lo Keith Moon.
Sobre esta cama en llamas se erguía una voz aguardentosa y cálida, disparada en notas altas, apretadas por la tesitura de barítono del cantante que, sobre todo en Desperado (Pistolero), hacia los registros bajos, se emparentaba con Jim Morrison: sí, la canción era un homenaje al Rey Lagarto, un bandolero con pantalones de cuero, cuyos huesos pelados caían en el polvo del desierto. I’m a killer, I’m a clown.
Aún así, con todo este poderío, me sorprendía que la voz del desmesurado frontman no fuera el eje de las piezas, sino la música, con largos pasajes que, a diferencia de los solos de la sicodelia o los exquisitos desarrollos del progresivo, cumplían en Alice Cooper una tarea teatral. Aún sin verlos en escena, me provocaban un efecto alarmante, como en Dead Babies, la historia de Little Betty, quien había muerto por tragarse un frasco de analgésicos que la madre alcohólica y el padre ausente, perdedor, dejaran en un botiquín. Bebés muertos, no pueden cuidar de sí mismos. Bebés muertos, no pueden tomar cosas del estante… aunque, bueno, de todos modos no los amábamos. Después me enteré que el cantante, Alice, quien se apropiaría para siempre del nombre, que haría suyo ad æternum, tomaba una hacha y, haciéndola de emoción, decapitaba en escena a un bebé de plástico, de esos que paseaban las niñitas en carriolas. A la distancia, estos actos se antojarán torpes, sobreactuados, pero en esos días paraban de punta, sabroso, los pelos a la gente. La influencia de Peter Gabriel en los performances de Genesis iban más allá, en una dirección distinta: la de horror. De aquí abrevarían años más tarde Kiss, El Show de Terror de Rocky —como parodia desfachatada—, Slipknot —como inflexión extrema. Alice Cooper: piedra de toque.
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“but I still did destroy her,
and I will smash… halo of flies”
Puenteadas por el griterío de un juzgado: “¡Orden en la sala!”, Dead Babies desembocaba en la canción clímax de este disco semillero: “Killer”. Si ya me había inquietado de placer culposo “Halo Of Flies”, que iniciaba con el zumbido de un enjambre de moscas panteoneras —verdes con pelos—, “Killer” se aplacaba en la anagnórisis de un pasaje de cantus de iglesia anglicana, junto al sonsonete de un cura que acompañaba al tal asesino a la horca. Al final de la grabación, la puertecilla de un cadalso chasquea y se abre de golpe para fundirse en un gruñido retraído en el remolino de un wc monstruoso, herido: “El criminal cuelga de la soga”.
Todo esto me lo imaginaba a la perfección en el relato musical, sin que nadie me explicara nada, sin que yo tuviera que ver la acción en vivo: tal era el poder de esa música de pronto pintada con metales estilo Chicago, cuartetos de cuerdas muy a lo Ruby Tuesday, episodios narrativos en la nueva tradición de Tommy.
Meses después, esta banda indefinible saltaría al revuelo mediático, con su cantante vuelto la mismísima Alice Cooper, esa chica muerta en los años de la colonia y que se le aparecería en una sesión de Ouija; él, Alice, que en pleno concierto bebió la sangre de una gallina degollada, como el cuento de Quiroga, como el murciélago de Ozzy.
Al final del disco supe que el rock saldría librado del aterimiento de 1971 de la mano de bandas que calarían hondo. Pero de esto tuve que enterarme por otras vías que no fueran las joyas discográficas de mi hermano, el furioso: mi madre descubrió cómo él, a nivel hormiga, le robaba sus anillos y aretes, sus centenarios celosamente ocultos para sacar a la familia de futuros atolladeros. De allí él se fue al hurto de autopartes, y terminó vendiendo sus LPs, entre ellos el valioso Killer… Y fue que, sin otra alternativa, comencé a frecuentar los hoyos fonkis de mi hermano, y las orejas se me echaron a perder en ese extraño objeto que sería el rock mexicano después de la larga cruda de Avándaro.
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“Can’t you hear that ghost that’s calling”
48 años después, Killer y Alice Cooper seguirían siendo piezas clave para entender hartas veredas fundacionales del rock, desviaciones y llegadas, triunfos y fracasos… y el rock vivirá un nuevo impasse del cual muchos augurarán su muerte, mientras mi hermano y yo, demodés y arrugados, seguiremos escuchando rock setentero ante el disgusto de mi madre que habrá llegado triunfante a los 87, escuchando a Javier Solís y no nuestro ruiderón. +