23 de abril: ¡Hay libros!
R. de la Lanza
Vivimos en la era de la satisfacción inmediata. Los bancos cierran tarde y realizan operaciones las 24 horas del día. Los restaurantes más recurridos sirven comida rápida y las tiendas de abarrotes venden instant lunches. Las empresas, ya sea que vendan productos o brinden servicios, tienen atención a distancia (teléfono, internet, etc.) casi sin restricciones de horarios para salvar la incomodidad de la espera. No importa cuán ineficiente sea un servicio de atención al cliente o de comida rápida, la idea instalada en la mente del consumidor y del vendedor es la inmediatez, la satisfacción al instante.
La gente se ha vuelto impaciente incluso para lograr los alcances más sublimes de la vida: la sabiduría, el autoconocimiento, la ciencia y el placer se han vuelto artículos pre-cocidos en el supermercado de la satisfacción inmediata. Y sí: todos evitan leer. Acaso porque toma tiempo. O porque se está aún al margen de ser aptos para la lectura (en cuyo caso, las disculpas son “no me gusta”, “me aburre leer” y “no le entiendo” o “se me hace una lectura muy pesada”).
En las escuelas, ya no solamente los alumnos piden que la lectura sea eliminada como actividad didáctica. Hace siete años se presentó la primera de muchas ocasiones en que el director de una escuela en la que yo colaborara me pidiera que no fuera tan estricto, que no debía esperar que los jóvenes leyeran. ¡Pero yo era el profesor de Literatura! “No los ponga a leer”, me decían. Me pedían que les pusiera películas o producciones audiovisuales sobre las obras para evitar leer. Preferían que yo les dictara el resumen de la obra, o que simplemente se los platicase (para lo que me exigían un mínimo de gracia). Y finalmente, ante la inminencia de tener que leer, todos cantaban unánimes “Pásenos el resumen y ese sí lo leemos.”
Son los más. Quisiera poder decir que toda la pléyade de fanáticos de Harry Potter, con los exaltados adolescentes atrapados por la serie de los Crepúsculos, sumados a los ingenuos creenlo-todos feligreses del Código Da Vinci y sus secuelas, y exprimiendo a los asiduos lectores universitarios que pasan sus ojos por Nietzsche, Marx, Sartre, Benedetti y el que se ponga de moda, sin que tengan la más peregrina idea de lo que están leyendo, y aún considerando en este inventario a la mínima comunidad de los que sí leemos, lo hemos hecho desde niños y lo seguimos haciendo a nuestros 30, 50 u 80 años, con toda esta prole de lectores de variada calidad no logramos hacer que se diga que en México la gente lee.
La gente compra y regala libros. Y ahí están en el librero, en el despacho, en la oficina, en la mochila o en una caja. Están disponibles en la voz de un lector familiar, o famoso, o anónimo. Están en forma de documento electrónico, listo para ser leído. Pero nadie lee.
Por si fuera poco, los enajenados de la tecnología se adelantan a decir que la existencia del libro como objeto físico tiene los días contados. Esgrimen los desvaríos escatológicos que resultan de la desinformación, diciendo que los dispositivos electrónicos ayudarán a que no se talen arboles, y que a lo mejor los libros que están hechos seguirán existiendo, pero llegará un momento en no se fabriquen más a causa de la extinción de los recursos con los que se fabrica el papel.
Pero la realidad libraria es otra. Ésta es la época en la que más libros se producen. Es la época en que más revistas, gacetas y publicaciones de la palabra escrita e impresa en papel se genera. Es la época en que más personas trabajan para producir libros. En las universidades se imparten carreras para formar escritores de todos los temas y de todas las áreas, así como editores, tipógrafos, diseñadores, correctores, mecánicos de prensas, técnicos de pre-prensa y maquilado… Y mañana serán más. Y pasado mañana, más, y así seguirá siendo, ad æternum.
La fabricación de papel no contamina ni impacta tanto en el ambiente como se lo quiere acusar de hacerlo. Hay muchos materiales perdurables y muchas técnicas para la fabricación de papel, que es lo más reciclable que existe. Los dispositivos electrónicos son muy costosos e implican muchísima más explotación incontrolada de recursos no renovables: los minerales y demás materiales usados para los componentes, el plástico usado en los gabinetes (carcasas), todo para tener un equipo que será obsoleto en menos de cinco años. Y ello sin contar la energía eléctrica (otro sangrado de la naturaleza en petróleo, por ejemplo) empleada para cargar las baterías, que es lo más contaminante que existe…
Si la existencia humana está amenazada por la explotación desmedida de la naturaleza y la contaminación del ambiente, la existencia y permanente producción de libros nunca lo estará, y la basura procedente de los libros nunca será tan importante como para precipitar el fin de la vida. Pero la llamada basura electrónica, ésa sí que es la más dañina, la más contaminante y la que crece más rápidamente, sin posibilidad de reducción, reuso, reciclaje y mucho menos degradación. Es el precio que pagaremos por la tecnología: no sabemos usarla bien.
Pero volviendo a nuestra reflexión inicial, la producción de libros es tal que nadie puede abarcarla más que parcialmente. De lo que se trata es intentar perdernos de la menor cantidad posible de libros. Invertir el tiempo, la dedicación, la paciencia, la persistencia y esa virtud que sólo se desarrolla cuando admitimos que la satisfacción inmediata es una alteración del curso normal de las cosas. Debemos desarrollar un sentido de la gestación, una contemplación del estado embrionario, un gusto por la meseta antes del clímax. Leer es la prueba suprema. No sé cuántos leerán este artículo, pero definitivamente no quiero que sea lo único que lean.
Lo siento por los que se han perdido de más libros que yo. +