Los peligros del silencio

Los peligros del silencio
09 de junio de 2020
José Luis Trueba Lara

Poco a poco, los libros fueron enmudeciendo y, cuando se quedaron completamente callados, el peligro comenzó a notarse de a deveras en las personas que los tenían en sus manos. Su inmovilidad casi cadavérica era un asunto por el cual había que preocuparse. Su vida ya no era externa, sino absolutamente interna y alejada del mundo. Por esta razón, nadie podía saber qué diablos estaban pensando, las ideas que les pasaban por la cabeza eran imposibles de detectar y censurar. Estamos ante un hecho que claramente mostraba que esas personas ya no podían ser escudriñadas desde lo público, la lectura era un asunto privado, íntimo y capaz de llevar por caminos luciferinos.

Durante muchísimos siglos, la lectura fue un asunto público y por eso no estaba pensada para los ojos, sino para las orejas. La gente –da igual si esto ocurría en los refectorios o en los corrales– se reunía para escuchar a la persona que leía, declamaba o representaba con su voz y su cuerpo las palabras de otros. Las letras, según se pensaba, solo podían adquirir vida si alguien las pronunciaba, justo como lo señalaba Lope de Vega en El guante de doña Blanca:

que entre leer y escuchar

hay notable diferencia,

que aunque [hay] voces en ambas,

una es viva y otra muerta.

Aunque desde la antigüedad clásica algunos ya tenían el don de la lectura en silencio y lo mismo sucedía con san Agustín, quien se quedó apantalladísimo con la capacidad silente de san Ambrosio, la viveza de las palabras claramente comenzó a perderse durante el Siglo de Oro y se consolidó con el señorío de la novela. Mientras las viejas lecturas invitaban a la audiencia a prestar oídos y participar en un acto comunitario, los nuevos escritores –da igual el género al que se dedicaran– ya comenzaban a pensar en la vista. En la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo mostraba a las claras esta transformación: “Mi historia, si se imprime, cuando la vean y oigan, le darán de verdadera”. Bernal no era el único que mostraba este cambio. En el Quijote, Cervantes también hace esta apuesta, y en la misma sor Juana vuelve a revelarse en el preciso instante en que nos dice:

Óyeme con los ojos,

ya que están tan distantes los oídos,

y de ausentes enojos

en ecos de mi pluma mis gemidos;

y ya que a ti no llega mi voz ruda,

óyeme sordo, pues me quejo muda.

En el nacimiento de la lectura silenciosa intervinieron muchos factores con distintos pesos: las tipografías que usaban las imprentas comenzaron a crearse con el único fin de ser leídas, el número de personas alfabetizadas aumentó lo suficiente para que la demanda de libros tuviera un consumo más allá de las lecturas comunitarias y, sobre todo, se asistió a un hecho inaudito en la historia de Occidente:

el surgimiento de la idea del individuo,

del ser que era capaz de tener un mundo propio y se adentraba en la vida de los protagonistas de las novelas. La criaturas que solo eran letras –como Emma Bovary o Anna Karenina– se convirtieron en un espejo, en un anhelo, en una educación sentimental que permitía descubrir las emociones y las pasiones que, tal vez, apenas se habían intuido en algunas de las representaciones teatrales o las óperas que mostraban todo lo que era imposible en la vida cotidiana.

Los nexos entre el señorío de la novela y el surgimiento del individuo parecen ser profundos y están entrelazados. Adentrarse en las novelas implicaba un doble juego: el lector silente completaba las palabras del autor con su imaginación, mientras que el autor daba un nuevo sentido a la vida del lector gracias a la posibilidad de experimentar todo lo que jamás viviría en la monotonía que marcaba sus días. Un ejemplo no viene de más: estoy casi seguro que Salvador Novo, al momento de hablar sobre las lectoras de Santa –la novela de Federico Gamboa– sostenía que, gracias a esas páginas, las mujeres porfirianas tenían la oportunidad de “emputecer por interpósita persona”. Efectivamente, ellas, en cada uno de los renglones podían vivir otra vida gracias a su protagonista. Ellas, en silencio, eran amadas por Hipólito y se enfrentaban al Jarameño. El problema era si esos lectores tenían la capacidad para separar la ficción de la realidad, si lo que pasaba delante de sus ojos y ocurría en su mente no podía alterar el rumbo de su mundo.

Estamos ante un hecho que no solo fue notorio en la aparición de las novelas, pues en la arquitectura también tuvo.

un correlato preciso:

cuando miramos The reading girl, de Theodore Roussel, las causas del miedo a la lectura silente se muestran con toda su fuerza: la joven está completamente desnuda, abandonada a sus pasiones y sus sueños y, por supuesto, tiene un libro en las manos. Confieso que, aunque es imposible saber qué dicen esas páginas, yo siempre he estado seguro de que se trata de una novela, aunque no alcanzo a decidirme si es Madame Bovary. Si la miramos con cierta calma, la pintura de Roussel no solo muestra la lejanía del mundo, la vida interior que le suelta la rienda a las pasiones y la perdición que se agazapa en esos renglones; en ella también está claro que esa mujer tiene un espacio privado en su casa y está más allá de las miradas.

La joven lectora actúa de esa manera porque la arquitectura también ha cambiado: a mediados del siglo xix –los tiempos del señorío del individuo, la novela y del momento en que Roussel pintó su cuadro– ya era perfectamente claro que en los hogares pudientes existía un mundo que resguardaba lo privado. Las herencias del romanticismo que permitieron el florecimiento del amor dieron paso a la creación de la recámara que se encontraba lejos de los espacios públicos de la casa. En ese lugar no solo transcurría la historia secreta del matrimonio, pues esas paredes –que todo lo ocultaban a las miradas– también permitían que la soledad se abriera a un mundo de palabras, a las novelas que revelaban todo aquello que podía vivirse.

Ante estos hechos, el miedo se hizo presente y el combate al silencio se hizo presente: si las personas leían en voz alta era imposible ocultar las palabras y ellas quedaban atadas a las exigencias de los otros. El silencio rasgado no podía ocultar el pecado que estaba a punto de cometerse. Y, además, había que enfrentarse a los libros que llevaban al silencio, a la imaginación desbocada. Por esta razón, “las múltiples prohibiciones dictadas por las autoridades […] contra la literatura de ficción han de ser entendidas en relación con el temor que provocaba una práctica de lectura que tornaba borrosa en los lectores la frontera entre lo real y lo imaginario”.

Leer en silencio es peligroso.+