Los libros de Dios

Los libros de Dios
3 de enero de 2020
José Luis Trueba Lara

Dios nunca me ha llamado. La fe siempre pasó de largo delante de mi puerta. Un solo toquido habría bastado para que le abriera gustoso y lo invitara a sentarse a mi lado. Tomar un café con él sería maravilloso. La presencia del Todopoderoso me ayudaría a enfrentar las derrotas y encarar lo que me parece invencible: la muerte que caería vencida gracias a la certeza de la vida eterna. Por desgracia, esto jamás ocurrió y aquí sigo, condenado a la orfandad y certeza de la finitud. Confieso que a veces quisiera encontrarlo y, en un arrebato de soberbia, he anhelado transformarme en su escriba; sin embargo, tampoco he tenido la suerte de Esdrás en el exilio, de Juan en la isla de Patmos o de Mahoma en el desierto. Los dragones de siete cabezas y siete coronas, la Puta de Babilionia y las trompetas de los ángeles no me fueron reveladas.

A pesar de esto, la búsqueda y la lectura de sus palabras me acompañan desde hace varias décadas. Muy cerca del lugar donde me siento a trabajar, me miran algunos de los libros que le dictó a sus escribas más notorios. La Torá, la Biblia y el Corán me observan para revelarme las palabras sagradas y fundacionales, las voces que vinculan a los humanos con la divinidad y les exigen obediencia, las que ofrecen una manera de prolongar la existencia más allá de la vida, las que dan respuesta a todo lo que ocurre y, por supuesto, las que muestran los caminos que deben seguirse para disfrutar de la eternidad sin torturas ni sobresaltos.

Hace un momento me levanté y tuve el deseo de tocarlos, de volver perderme en sus páginas para tratar de hallar las respuestas que se me niegan; pero, al cabo de unos instantes, descubrí que las religiones del libro son distintas en la manera como Dios se manifiesta en sus superficies. Es más, creo que la idea de las “religiones del libro” quizá no sea del todo correcta. Entre el Judaísmo, el Cristianismo y el Islám existe una diferencia crucial: la distancia la marca con precisión el uso de los antiquísimos rollos y las hojas que se encuadernan.

Cuando Esdrás se presentó en la Puerta de las Aguas junto con los representantes de las doce tribus de Israel, le mostró al pueblo elegido unos rollos; en cambio, los cristianos y los musulmanes prefirieron fijar sus obras sagradas en forma de libros. En este caso, la antiguedad del Judaísmo es más que notoria. A pesar de esta diferencia de formato, las grandes religiones que nacieron en Levante están unidas por un hecho maravilloso: Dios se encarna en un texto, en una serie de palabras que obligan a la interpretación. Las letras que trazaban sus escribas debían ser analizadas y discutidas para descubrir su significado más profundo. En esos textos, más allá de la superficie del papel y la tinta, existía un mensaje que debe ser encontrado. Incluso, en el caso de sus representantes que no dejaron nada escrito —como ocurrió con Jesús de Nazareth o en el caso de Buda— los memoriosos y los escribas fueron los encargados de mostrar sus enseñanzas. Jesús y Buda también son un conjunto de palabras, justo como sucede con el Quijote, con el joven Werther, con Pedro Páramo o con el mismísimo Aureliano Buendía.

En los tres grandes monoteísmos Dios es un texto, algo que al parecer no necesariamente ocurre en otras religiones. Hace algunos años, al mirar una imagen creada por un chamán huichol, me explicaban que esa figura era una de sus deidades. Sin embargo, los hilos que creaban esas formas no eran una representación, sino una encarnación. Así pues, mientras entre los huicholes dios se materializa en un objeto, en los tres grandes monoteísmos toma la forma de las palabras, aunque el libro que las contiene no es su encarnación. Así pues, la divinidad-palabra no sólo obligaba a la lectura, sino a establecer un diálogo esclarecedor, una conversación silenciosa que sería capaz de revelar los secretos.

LOS FUNDAMENTALISMOS, LAS INTERPRETACIONES

Si Dios es un texto, el problema de su interpretación de las palabras es fundamental, pues él sólo podría comprenderse de dos maneras absolutamente excluyentes: la primera de ellas es una lectura textual que asume que cada una de sus letras es lo que es y, por lo tanto, no necesitan interpretarse. Si Dios creó el mundo y lo que en él existe en seis días, ese fue exactamente el tiempo que le llevó la creación. En cambio, la segunda posibilidad está cierta de que esas letras merecen ser interpretadas, comprendidas más allá de su significado aparente.

Estas dos maneras de entender las palabras divinas no solo implican diferentes actitudes ante los textos sagrados, pues también abren dos caminos distintos: el fundamentalismo que lleva hasta sus últimas consecuencias a los textos que se transforman en una ley inobjetable, y una postura comprensiva que intenta dilucidar su significado. La distancia entre la fe absoluta y la razón son los signos de estas actitudes. Evidentemente, el fundamentalismo es peligroso y ha provocado muertes, atentados y un sinnúmero de horrores; mientras que la comprensión se abre al diálogo y posibilita la ecumene.

Hasta aquí pareciera que no hay novedades y que solo se muestran los orígenes de muchos de problemas que enfrentamos. Decir que los sucesos del 11 de septiembre están vinculados con el fundamentalismo ya es un lugar común, un tópico que asumimos sin problemas. Sin embargo, cuando miramos nuestro mundo y descubrimos que desde el siglo xix las religiones políticas han marcado profundamente la historia, la distancia entre el fundamentalismo y la comprensión adquiere un nuevo sentido. Hoy estamos de acuerdo en que Mi lucha —el libro sagrado del nazismo— debe ser leído con una mirada afilada. Los horrores del III Reich no pueden ser negados y debemos estar alerta de sus resurrecciones. Sin embargo, esta actitud no necesariamente se ejerce en contra de las obras sagradas y fundacionales de las otras religiones políticas: El manifiesto del Partido Comunista —al igual que el Libro rojo de Mao, las obras de Lenin y Stalin, o los discursos de los líderes fundamentalistas— muchas veces no pasan por el tamiz de la interpretación, y lo mismo ocurre con los libros sagrados del capitalismo. La necesidad de recuperar la interpretación es fundamental, de ella depende el futuro de las sociedades.+